Es
un sentimiento que invade cada poro de
la piel y cada nervio que conecta al corazón.
El
amor hacia los hijos no es comparable
con otro tipo de amor. No se tiene que alimentar a diario, no hace falta que
sea correspondido, no es un sentimiento que se da a cambio de otro, ni se
desgasta con el tiempo. No se gana ni se pierde, solo existe y nace para darse sin
límite, sin fecha de caducidad.
Lo que se siente hacia un hijo es más que amor, es entrega total
hacia un ser maravilloso que salió de nuestras entrañas, que está conectado con
un ombligo invisible que se estira hasta el final del universo.
No es un sentimiento que se desgasta con el tiempo, sino
todo lo contrario, aumenta
el cariño y la admiración. Es un enamorase constante, una fascinación,
al ser testigos de su transformación. Es aceptación total.
Y aún sabiendo que son nuestros, hay quien insiste en
decir que son prestados, sin entender que esa frase nunca la habría inventado
una mamá, porque hacia adentro y en el alma, sabemos que no es cierto.
Y lo
confirmamos cuando nos tiembla el corazón al escuchar el hermoso timbre de su
voz lejana o cuando se conectan nuestras miradas, cuando olemos su pelo
y acariciamos su piel.
Sí,
son libres y sí, se irán. Es nuestro gran trabajo darles alas para
volar, aunque duela cuando emprendan
el vuelo; pero prestados, nunca.
La
distancia jamás disminuirá el vínculo intangible, la conexión
inexplicable, la unión indivisible.
Los
hijos son para toda la vida y son nuestros, como seremos siempre de
ellos también.
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