Cuenta la leyenda que una buena mañana del siglo XVIII,
en Potsdam, el Rey Federico II “El Grande” de Prusia, estaba molesto porque un molino cercano a su palacio
de Sanssouci afeaba el paisaje.
Bien es sabido que el capricho de
los reyes no tenía límites, y por ello, de inmediato, quiso Federico comprar al
molinero – hombre honesto y orgulloso de su propiedad adquirida a lo largo de
años de tenaz esfuerzo- su molino, por lo que envió a un edecán a que lo comprara por el doble de su
valor, para luego demolerlo.
Al regresar el emisario real con la oferta rechazada, el rey Federico II
de Prusia se dirigió al molinero, duplicando la oferta anterior. Y como éste volviera a declinar
la oferta de Su Majestad, Federico II de Prusia se retiró advirtiéndole solemnemente que
si al finalizar el día no aceptaba por fin la oferta perdería todo, pues
a la mañana siguiente firmaría
un decreto expropiando el molino sin compensación alguna.
Al anochecer el molinero se
presentó en el palacio y el Rey lo recibió, preguntándole si comprendía ya cuán justo y generoso
había sido con él. Sin embargo, el campesino se descubrió y entregó a
Federico II una orden
judicial que prohibía a la Corona expropiar y demoler un molino sólo por
capricho personal.
Y mientras Federico II leía en
voz alta la medida cautelar, funcionarios y cortesanos temblaban imaginando la furia que desataría contra
el terco campesino y el temerario Magistrado.
Pero
concluida la lectura de la resolución judicial, y ante el asombro de todos,
Federico “El Grande” levantó la mirada y declaró: “Veo con alborozo que aún hay
jueces en Berlín”. Saludó al molinero y se retiró visiblemente satisfecho por el
funcionamiento institucional de su reino, aseguran los cronistas de palacio.
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