‘Evangelii gaudium’, un texto ilusionante: Es la primera exhortacion
apostolica del Papa Francisco con propuestas para anunciar el evangelio del mundo
actual. En este documento,
Francisco ofrece una visión motivadora e interpelante acerca del espíritu
misionero y evangelizador de la Iglesia, a partir de una transformación misionera en la que no
rehúye un análisis de la sociedad actual y ofrece claves para el anuncio
evangélico en el mundo actual.
En este anuncio se hace especial hincapié en dos
cuestiones sociales, como
son “la inclusión social de los pobres” y “la paz y el diálogo social”,
para incluir como colofón la influencia del Espíritu Santo en el anuncio
misionero y el ejemplo de la
Virgen María como “Madre de la Iglesia evangelizadora”.
La exhortación está estructurada en una introducción y
cinco capítulos: “La transformación misionera de la Iglesia”, “En la crisis del
compromiso comunitario”, “El anuncio del Evangelio”, “La dimensión social de la
evangelización” y “Evangelizadores con espíritu”. A continuación, ofrecemos
algunos extractos de los puntos principales de cada capítulo.
Frases
destacadas de este documento:
“El gran riesgo del mundo actual,
con su múltiple y abrumadora oferta de consumo, es una tristeza individualista
que brota del corazón cómodo y avaro, de la búsqueda enfermiza de placeres
superficiales, de la conciencia aislada. Cuando la vida interior se
clausura en los propios intereses, ya no hay espacio para los demás, ya no
entran los pobres, ya no
se escucha la voz de Dios, ya no se goza la dulce alegría de su amor, ya no palpita el
entusiasmo por hacer el bien. Los creyentes también corren ese riesgo, cierto y
permanente” (n. 2).
“El
bien siempre tiende a comunicarse. Toda experiencia auténtica de verdad
y de belleza busca por sí misma su expansión, y cualquier persona que viva una profunda liberación
adquiere mayor sensibilidad ante las necesidades de los demás.
Comunicándolo, el bien se arraiga y se desarrolla” (n. 9).
“Todos tienen el derecho de
recibir el Evangelio. Los
cristianos tienen el deber de anunciarlo sin excluir a nadie, no como
quien impone una nueva obligación, sino como quien comparte una alegría, señala
un horizonte bello, ofrece un banquete deseable. La Iglesia no crece por
proselitismo sino «por atracción»” (n. 14).
“Sueño
con una opción misionera capaz de transformarlo todo, para que las
costumbres, los estilos, los horarios, el lenguaje y toda estructura eclesial
se convierta en un cauce adecuado
para la evangelización del mundo actual más que para la
autopreservación”.
“La Iglesia en salida es la comunidad de discípulos
misioneros que primerean, que
se involucran, que acompañan, que fructifican y festejan. ¡Atrevámonos
un poco más a primerear!” (n. 24).
“En su constante
discernimiento, la Iglesia
también puede llegar a reconocer costumbres propias no directamente ligadas al
núcleo del Evangelio, algunas muy arraigadas a lo largo de la historia,
que hoy ya no son interpretadas de la misma manera y cuyo mensaje no suele ser
percibido adecuadamente. Pueden ser bellas, pero ahora no prestan el mismo
servicio en orden a la transmisión del Evangelio. No tengamos miedo de revisarlas. Del mismo modo,
hay normas o preceptos eclesiales que pueden haber sido muy eficaces en otras
épocas pero que ya no tienen la misma fuerza educativa como cauces de vida” (n.
43).
“Salgamos, salgamos a ofrecer a todos la vida de
Jesucristo. Repito aquí para toda la Iglesia lo que muchas veces he dicho a los
sacerdotes y laicos de Buenos Aires: prefiero una Iglesia accidentada, herida y manchada por salir a la
calle, antes que una Iglesia enferma por el encierro y la comodidad de
aferrarse a las propias seguridades” (n. 49).
“Así como el
mandamiento de ‘no matar’ pone un límite claro para asegurar el valor de la
vida humana, hoy tenemos
que decir ‘no a una economía de la exclusión y la inequidad’. Esa economía mata. (…) Hoy todo
entra dentro del juego de la competitividad y de la ley del más fuerte, donde
el poderoso se come al más débil. (…) En este contexto, algunos todavía
defienden las teorías del ‘derrame’, que suponen que todo crecimiento
económico, favorecido por la libertad de mercado, logra provocar por sí mismo mayor equidad e inclusión
social en el mundo. Esta opinión, que jamás ha sido confirmada por los
hechos, expresa una confianza burda e ingenua en la bondad de quienes detentan
el poder económico y en los mecanismos sacralizados del sistema económico
imperante. Mientras tanto,
los excluidos siguen esperando” (nn. 53 y 54).
“El
proceso de secularización tiende a reducir la fe y la Iglesia al ámbito de lo
privado y de lo íntimo. Además, al negar toda trascendencia, ha
producido una creciente deformación ética, un debilitamiento del sentido del pecado personal y
social y un progresivo aumento del relativismo, que ocasionan una
desorientación generalizada, especialmente en la etapa de la adolescencia y la
juventud, tan vulnerable a los cambios. (…) El individualismo posmoderno
y globalizado favorece un estilo de vida que debilita el desarrollo y la
estabilidad de los vínculos entre las personas, y que desnaturaliza los
vínculos familiares” (nn. 64 y 67).
“Nuestro
dolor y nuestra vergüenza por los pecados de algunos miembros de la Iglesia, y
por los propios, no deben hacer olvidar cuántos cristianos dan la vida por amor:
ayudan a tanta gente a curarse o a morir en paz en precarios hospitales, o
acompañan personas esclavizadas por diversas adicciones en los lugares más
pobres de la tierra, o se desgastan en la educación de niños y jóvenes, o
cuidan ancianos abandonados por todos, o tratan de comunicar valores en
ambientes hostiles, o se entregan de muchas otras maneras que muestran ese
inmenso amor a la humanidad que nos ha inspirado el Dios hecho hombre” (n. 76).
“Cuando
más necesitamos un dinamismo misionero que lleve sal y luz al mundo, muchos
laicos sienten el temor de que alguien les invite a realizar alguna tarea apostólica,
y tratan de escapar de cualquier compromiso que les pueda quitar su tiempo
libre. Hoy se ha vuelto muy difícil, por ejemplo, conseguir catequistas
capacitados para las parroquias y que perseveren en la tarea durante varios
años. Pero algo semejante sucede con los sacerdotes, que cuidan con obsesión su
tiempo personal” (n. 81).
“La
mundanidad espiritual, que se esconde detrás de apariencias de religiosidad e
incluso de amor a la Iglesia, es buscar, en lugar de la gloria del
Señor, la gloria humana y el bienestar personal” (n. 91).
“Las
reivindicaciones de los legítimos derechos de las mujeres, a partir de la firme
convicción de que varón y mujer tienen la misma dignidad, plantean a la Iglesia
profundas preguntas que la desafían y que no se pueden eludir superficialmente.
El sacerdocio reservado a los varones, como signo de Cristo Esposo que se
entrega en la Eucaristía, es
una cuestión que no se pone en discusión, pero puede volverse particularmente
conflictiva si se identifica demasiado la potestad sacramental con el poder.
No hay que olvidar que cuando hablamos de la potestad sacerdotal ‘nos
encontramos en el ámbito de la función, no de la dignidad ni de la santidad’.
El sacerdocio ministerial es uno de los medios que Jesús utiliza al servicio de
su pueblo, pero la gran dignidad viene del Bautismo, que es accesible a todos”
(n. 194).
“Ser
Iglesia es ser Pueblo de Dios, de acuerdo con el gran proyecto de amor del
Padre. Esto implica ser el fermento de Dios en medio de la humanidad.
Quiere decir anunciar y llevar la salvación de Dios en este mundo nuestro, que
a menudo se pierde, necesitado de tener respuestas que alienten, que den
esperanza, que den nuevo vigor en el camino. La Iglesia tiene que ser el lugar de la misericordia
gratuita, donde todo el mundo pueda sentirse acogido, amado, perdonado y
alentado a vivir según la vida buena del Evangelio” (n. 114).
“En virtud del Bautismo recibido, cada miembro del Pueblo
de Dios se ha convertido en discípulo misionero (cf. Mt 28,19). Cada uno de los bautizados,
cualquiera que sea su función en la Iglesia y el grado de ilustración de su fe,
es un agente evangelizador, y sería inadecuado pensar en un esquema de
evangelización llevado adelante por actores calificados donde el resto del
pueblo fiel sea sólo receptivo de sus acciones. La nueva evangelización debe
implicar un nuevo protagonismo de cada uno de los bautizados” (n. 120)
“La
homilía no puede ser un espectáculo entretenido, no responde a la lógica de los
recursos mediáticos, pero debe darle el fervor y el sentido a la celebración.
Es un género peculiar, ya que se trata de una predicación dentro del marco de
una celebración litúrgica; por consiguiente, debe ser breve y evitar parecerse a una charla o una
clase” (pto. 138).
“Otra
característica es el lenguaje positivo. No dice tanto lo que no hay que
hacer, sino que propone lo
que podemos hacer mejor. En todo caso, si indica algo negativo, siempre intenta mostrar también
un valor positivo que atraiga, para no quedarse en la queja, el lamento,
la crítica o el remordimiento” (n. 159).
En
la boca del catequista vuelve a resonar siempre el primer anuncio: ‘Jesucristo
te ama, dio su vida para salvarte, y ahora está vivo a tu lado cada día, para
iluminarte, para fortalecerte, para liberarte’” (n. 164).
“Nadie
puede exigirnos que releguemos la religión a la intimidad secreta de las
personas, sin influencia alguna en la vida social y nacional, sin preocuparnos
por la salud de las instituciones de la sociedad civil, sin opinar sobre los
acontecimientos que afectan a los ciudadanos. ¿Quién pretendería
encerrar en un templo y acallar el mensaje de san Francisco de Asís y de la
beata Teresa de Calcuta? Ellos no podrían aceptarlo. Una auténtica fe —que nunca es cómoda e
individualista— siempre implica un profundo deseo de cambiar el mundo, de
transmitir valores, de dejar algo mejor detrás de nuestro paso por la tierra”
(n. 183).
“La
necesidad de resolver las causas estructurales de la pobreza no puede esperar,
no solo por una exigencia pragmática de obtener resultados y de ordenar la
sociedad, sino para sanarla de una enfermedad que la vuelve frágil e indigna y
que solo podrá llevarla a nuevas crisis. Los planes asistenciales, que
atienden ciertas urgencias, solo deberían pensarse como respuestas pasajeras. Mientras no se resuelvan
radicalmente los problemas de los pobres, renunciando a la autonomía absoluta
de los mercados y de la especulación financiera y atacando las causas
estructurales de la inequidad, no se resolverán los problemas del mundo y en
definitiva ningún problema. La inequidad es raíz de los males sociales”
(n. 202).
“¡Pido
a Dios que crezca el número de políticos capaces de entrar en un auténtico
diálogo que se oriente eficazmente a sanar las raíces profundas y no la
apariencia de los males de nuestro mundo! La política, tan denigrada, es una altísima vocación, es
una de las formas más preciosas de la caridad, porque busca el bien común (…)
¡Ruego al Señor que nos
regale más políticos a quienes les duela de verdad la sociedad, el pueblo, la
vida de los pobres!” (pto. 205).
“Entre
esos débiles, que la Iglesia quiere cuidar con predilección, están también los
niños por nacer, que son los más indefensos e inocentes de todos, a quienes hoy
se les quiere negar su dignidad humana en orden a hacer con ellos lo que se
quiera, quitándoles la vida y promoviendo legislaciones para que nadie pueda
impedirlo. ‘Toda violación de la dignidad personal del ser humano grita
venganza delante de Dios y se configura como ofensa al Creador del hombre’” (n.
213).
“Precisamente porque es una cuestión que hace a la
coherencia interna de nuestro mensaje sobre el valor de la persona humana, no debe esperarse que la Iglesia
cambie su postura sobre esta cuestión. Quiero ser completamente honesto
al respecto. Este no es un asunto sujeto a supuestas reformas o
‘modernizaciones’. No es
progresista pretender resolver los problemas eliminando una vida humana.
Pero también es verdad que hemos hecho poco para acompañar adecuadamente a las
mujeres que se encuentran en situaciones muy duras, donde el aborto se les presenta como una rápida
solución a sus profundas angustias, particularmente cuando la vida que crece en
ellas ha surgido como producto de una violación o en un contexto de extrema
pobreza. ¿Quién puede dejar de comprender esas situaciones de tanto dolor?”
(n. 214)
“La
Iglesia no pretende detener el admirable progreso de las ciencias. Al
contrario, se alegra e incluso disfruta reconociendo el enorme potencial que
Dios ha dado a la mente humana. Cuando el desarrollo de las ciencias,
manteniéndose con rigor académico en el campo de su objeto específico, vuelve
evidente una determinada conclusión que la razón no puede negar, la fe no la contradice. Los creyentes tampoco pueden
pretender que una opinión científica que les agrada, y que ni siquiera ha sido
suficientemente comprobada, adquiera el peso de un dogma de fe. Pero, en
ocasiones, algunos científicos van más allá del objeto formal de su disciplina
y se extralimitan con
afirmaciones o conclusiones que exceden el campo de la propia ciencia.
En ese caso, no es la razón lo que se propone, sino una determinada ideología
que cierra el camino a un diálogo auténtico, pacífico y fructífero” (n. 243).
“Un
sano pluralismo, que de verdad respete a los diferentes y los valore como
tales, no implica una privatización de las religiones, con la pretensión de
reducirlas al silencio y la oscuridad de la conciencia de cada uno, o a la
marginalidad del recinto cerrado de los templos, sinagogas o mezquitas.
Se trataría, en definitiva, de una nueva forma de discriminación y de
autoritarismo. El debido respeto a las minorías de agnósticos o no creyentes no
debe imponerse de un modo arbitrario que silencie las convicciones de mayorías
creyentes o ignore la riqueza de las tradiciones religiosas. Eso a la larga
fomentaría más el resentimiento que la tolerancia y la paz” (n. 255).
¡Cómo
quisiera encontrar las palabras para alentar una etapa evangelizadora más
fervorosa, alegre, generosa, audaz, llena de amor hasta el fin y de vida
contagiosa! Pero sé que ninguna motivación será suficiente si no arde en los
corazones el fuego del Espíritu” (n. 261).
“La
misión en el corazón del pueblo no es una parte de mi vida, o un adorno que me
puedo quitar; no es un apéndice o un momento más de la existencia. Es algo que
yo no puedo arrancar de mi ser si no quiero destruirme. Yo soy una misión en
esta tierra, y para eso estoy en este mundo. Hay que reconocerse a sí mismo
como marcado a fuego por esa misión de iluminar, bendecir, vivificar, levantar,
sanar, liberar. Allí aparece la enfermera de alma, el docente de alma,
el político de alma, esos que han decidido a fondo ser con los demás y para los
demás. Pero si uno separa la tarea por una parte y la propia privacidad por
otra, todo se vuelve gris y estará permanentemente buscando reconocimientos o
defendiendo sus propias necesidades. Dejará de ser pueblo” (n. 273).
“Con
el Espíritu Santo, en medio del pueblo siempre está María. Ella reunía a
los discípulos para invocarlo (Hch 1,14), y así hizo posible la explosión
misionera que se produjo en Pentecostés. Ella es la Madre de la Iglesia evangelizadora y sin ella
no terminamos de comprender el espíritu de la nueva evangelización. (…)
Hay un estilo mariano en la actividad evangelizadora de la Iglesia. Porque cada vez que miramos a
María volvemos a creer en lo revolucionario de la ternura y del cariño. En ella vemos que la humildad y
la ternura no son virtudes de los débiles sino de los fuertes, que no necesitan
maltratar a otros para sentirse importantes” (nn. 284 y 288).
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