Si a
la mayoría de nosotros alguien nos tildara de deshonestos, nos sentiríamos
ofendidos. Al fin y al cabo, la honestidad suele ser una virtud que
exhibimos con orgullo. Pero puede que no seamos tan sinceros. Nuestro ego nos hace proclives
al autoengaño y a las apariencias.
Crecemos habituados a
deshonestidades sutiles: nuestras familias y escuelas nos educan para no ser
francos; trabajamos en contextos donde coartamos nuestro criterio; asumimos relaciones de pareja
escondiendo nuestra verdadera identidad. Vivimos bombardeados por medios
que nos enseñan a amar las
apariencias, y la política que nos gobierna es el primer ejemplo de
manipulación de la verdad.
Somos artistas para negar lo que
nos desagrada. Preferimos enfermarnos a confesar que un entrañable
amor ha muerto, o prometemos lo imposible con tal de ser amados.
El ego, ese farsante
Tomémonos un momento para revisar hasta qué punto la
realidad que hemos construido está gobernada por las mentiras que nos
inventamos para darle gusto a nuestro ego, esa parte de nosotros que se
empecina en sacrificar lo que somos para tratar de perpetuar los apegos y
evitar (en vano, por supuesto) lo que nos desagrada. La mentira es su estrategia fundamental: niega la
realidad para que calce, para que no pase sus facturas, para que la herida
perenne no entre en contacto con el jabón de la verdad. Y así vivimos.
Todos, sin excepción, nos vemos enfrentados al siguiente
dilema: ser realistas y
someternos al rigor de las verdades que nos va mostrando la vida en su
sabiduría, o ser esclavos de nuestro ego y perdernos en la nebulosa del engaño.
Todos sabemos cuánto trabajo nos cuesta aceptar lo que no nos gusta de
nosotros, la cobardía que cargamos, la forma en que nos traicionamos y,
también, conocemos nuestras emociones reales, nuestros verdaderos deseos. Pero
es rara la vez que nos confrontamos. Preferimos escondernos.
En
el síndrome hay un origen cultural. Pocas familias educan para ser honestos.
Nos enseñan que hay que decir la verdad, pero también a no desafiar los
mandatos familiares; nos estimulan a no ocultar nada, pero nos coartan el
propio criterio. Son mensajes dobles que no nos dejan avanzar. Muchas parejas siguen esta misma línea de lo que no es:
después de ese primer relámpago de atracción genuina, entran en el largo
periodo durante el cual ponen en juego sus mentiras. Se pasan años tratando de mantener el engaño que
vendieron y años aceptando las verdades que ocultaron.
Eso sin mencionar a los amigos y el trabajo. Todos preferimos palmaditas en
la espalda y la aprobación de la autoimagen que tapa nuestras verdades.
Rechazamos a los pocos amigos que nos confrontan, nos
unimos al bando de los que dicen sí para no quedar por fuera de la manada o del
proyecto. O peor aún: es
posible que lleguemos al punto de rodearnos de personas que solo nos sonríen
mientras asientan con su cabeza.
Los medios de comunicación y la política son, en su gran
mayoría, escenarios que promueven nuestro distanciamiento de la honestidad. En
ellos no se pregunta por la verdad de las cosas, sino qué mensaje se quiere dar para lograr algo
específico en las masas. No hacen más que manipular.
Frutos secos
Es
apenas lógico que las personas pierdan el sentido de su vida y traicionen la
ley de su alma. Se sienten solas porque su verdadero ser no entra en
contacto con el mundo. A la profunda frustración les siguen depresiones,
adicciones y trastornos alimenticios, diferentes formas de perder el saludable
contacto con la realidad, caminos
para huir de las verdades propias y hablar a través del sufrimiento.
Las parejas se rompen por la
distancia de lo que callan: sentimientos, deseos y necesidades. Se aferran a
las ideas ficticias que venden, mientras la realidad de su ser (y sus
posibilidades) sucumbe asfixiada ante el peso de las mentiras que se acumulan día a día.
Los
“amigos” se acompañan con una cordialidad que no los empuja a crecer y, al
menor atisbo de una verdad brusca, separan sus caminos. Los lugares de
trabajo pierden la fuerza de las miradas directas y se convierten en templos
para la supervivencia del cuerpo donde no cabe el alma. El ausentismo, las enfermedades crónicas y las IPS
son indicadores de estar sometidos cotidianamente al rigor de la deshonestidad.
Los
medios no informan; confunden, ocultan el drama que a la vez promueven.
Sus paraísos son insostenibles: la felicidad que prometen no nos da sosiego. La pobreza crece, la ecología sufre, las guerras nos desangran y las
personas duermen. Pero no nos enteramos de eso. Los políticos nos
engañan con sus discursos, se acusan recíprocamente mientras la
impunidad, la inequidad, la injusticia, las basuras y los huecos se
multiplican.
Vivimos
alertas contra la honestidad, como si ésta amenazara con arruinar
nuestra vida, cuando es al contrario. ¡Cuidado con ser honesto!
No sea que empiece a asumir los procesos de su vida sin dilatarlos. Corre el
peligro de responderle más eficazmente a la realidad. Piense en las
implicaciones de empezar a vivir un destino más ajustado a su alma, donde no tenga que defenderse de
tantas amenazas imaginarias y de una verdad que lo acosa.
Tenga en cuenta lo que sería una
vida sin el yugo del control: quedaría en la libertad de pararse sobre sus
propios pies. Tendría amigos de verdad, hijos de verdad, pareja de verdad;
abandonaría a quienes, en apariencia, solo fingían estar con usted.
La honestidad no nos hará más
ricos, voluptuosos, bellos, carismáticos o más cool. Nos hará más libres para
ser, para entregarnos y para vivir una vida propia y auténtica.
Les propongo que nos pongamos dos tareas: la primera es observar descarnadamente cuántas mentiras decimos día a
día, nombrando lo que no es, negando lo que es o maquillando lo que queremos
decir. La segunda, que nos propongamos como forma de entrenamiento decir una
verdad confrontadora al día. Sentiremos una libertad creciente que ya no se
detendrá.
NOTA: DECIR LA VERDAD NO QUIERE DECIR QUE TIENE AUTORIDAD PARA HERIR A
LOS DEMAS. ES ENCONTRAR LA FORMA, LAS PALABRAS CORRECTAS Y EL TIEMPO ADECUADO
PARA AYUDAR A LOS DEMAS A ENCONTRAR LA VERDAD
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