Como
no sé mucho de formalidades –ni pretendo saberlo– saludo y agradezco por igual
a todas y todos los presentes. Es para mí un honor estar hoy aquí, delante de
tanta gente distinguida, sabiendo que el mundo entero está viendo esta
ceremonia. Espero, por tanto, no defraudar a nadie con estas humildes y breves
palabras que, por fuerza, debo pronunciar. Si defraudo, espero que no sea
demasiado. Y en el peor de los casos, si defraudo demasiado, espero sepan
perdonarme. Por último, el Premio está ya otorgado, y eso demostraría que fue
un error concedérmelo, como yo efectivamente pienso.
No
sé si en verdad me merezco tan alto galardón. En lo personal, creo que
no. Me atrevo a pensar, incluso, que efectivamente fue una equivocación. Yo,
como tantas veces lo he dicho, no soy un escritor; muchos menos, un escritor genial que se merezca
esta distinción.
Quiero empezar mi discurso excusándome si no puedo
expresarme con toda la soltura y belleza que se esperaría lo haga un Premio
Nobel de Literatura. Sucede
que mi lengua materna no es el inglés, sino el suahili, idioma que hablé toda
mi vida con mucha mayor propiedad, desde mi aldea natal en la selva hasta el
día de hoy. Si he escrito en la lengua de Shakespeare –con todo el
perdón de los clásicos puristas británicos– eso se debe a la herencia que la
Reina de los Mares nos legara, a partir de la intromisión que tuvo en nuestro
continente. ¿Ustedes se imaginan a la Reina de Inglaterra o al Presidente de la
Cámara de los Lores hablando suahili? Yo, realmente, no. ¿Y por qué yo tengo que hablar
en inglés? ¿Por qué hoy tengo que llevar este –perdónenme por el epíteto–
estúpido traje negro y este –para mi gusto al menos– ridículo moño? ¿Usaría el
Primer Ministro británico nuestros trajes típicos para alguna de nuestras
ceremonias?
De todos modos, no quiero insistir con esta cuestión de las
presentaciones: hablo
en inglés, pobremente quizá, y uso un traje que me resulta incómodo.
Pero no deseo extenderme en este aspecto sino excusarme, en segundo término,
por mi falta de información. No podría, ni remotamente, lucirme con una
parafernalia de datos sobre la historia y la situación actual de mi país:
Jamhuri ya Muungano wa Tanzania –mi raza, mi continente– como lo hiciera en una
ceremonia similar mi –me provoca cierto nerviosismo pronunciar la palabra–
"colega", el también galardonado con este premio, el latinoamericano
García Márquez. En ocasión de recibir su premio, aquí mismo, hace ya años,
asombró a todos con una pieza oratoria tan llena de datos, tan rica en
información, que creo le podría valer, ella misma, otro premio. No, yo no dispongo de todo ese
saber. Sé que vengo de un lugar pobre, uno de los lugares más pobres del
planeta, con más hambre que otra cosa, pero no podría abundar en precisiones al
respecto. Ahí están los informes de Naciones Unidas para eso.
Créanme:
no soy escritor, no me tengo por tal. Fui en mis años juveniles, igual
que otro colega, también ganador del Nobel –Saramago, el vate portugués–
cerrajero. Si fuera un lírico, un exquisito maestro de las letras como lo es
él, podría decir que ese juvenil oficio me permitió, años después, abrir los
cerrojos del espíritu humano. Pero no, los defraudo. Creo que sigo siendo, de alma, más cerrajero –y
mecánico de automóviles, y maestro rural, como también lo he sido– que escritor.
Llegué
a la literatura casi fortuitamente, nunca me preparé para eso. No
estudié formalmente nunca nada ligado a las bellas artes, no asistí a taller
literario alguno. Lamento decepcionarlos si esperaban otra cosa. Empecé a escribir casi como una
necesidad visceral: no podía quedarme callado ante las calamidades que a diario
veía en mi país, la miseria, la injusticia. Era tan horripilante todo
eso –y sigue siéndolo, sin dudas– que me pareció necesario dejar constancia
ante la historia de tanta monstruosidad. ¿Por qué los negros sufrimos tanto?
Como no tenía cámara fotográfica ni teléfono celular para tomar fotos, y mucho
menos como no podía plasmarlo en una película, pensé que tenía que escribir
sobre esa realidad. De
haber tenido habilidades plásticas, se los aseguro, hubiera pintado; de más
está decir que no las tengo.
Como ven, entonces, no soy un inspirado por las Musas.
¿Los sigo defraudando? Simplemente
me limité a poner en un papel –les aclaro que jamás he usado una computadora
para escribir– lo que sentía sobre lo que veía a diario. ¿Ustedes saben
lo que es comer cada dos días… con buena suerte, claro? No pretendo en absoluto
ser melodramático y contarles las infamias más grandes que se puedan imaginar
buscando conmoverlos y hacerles derramar una lágrima. Creo que eso es una inmoral pornografía de la
miseria. Si quieren conmoverse, visiten los lugares de donde yo vengo, y que me
inspiraron a escribir aquello por lo que hoy me premian.
Insisto:
no sé si soy merecedor de esta tan distinguida presea. No soy un
escritor bello –no estoy hablando de "mi" belleza; me considero más
bien feo, de verdad. No
soy un estilista, un sutil y delicado rapsoda, un mago de las palabras.
Hay muchísimos que así han entendido la literatura– y yo también, en
definitiva, creo que eso es el arte literario. Pero yo no soy de esos. Soy más
bien rústico, torpe incluso. No
pinto bellezas; hablo, simplemente, de la sufrida vida de mi gente, de mi
sufrida vida.
Intuyo que se me confiere ahora este premio con un valor
simbólico: un negro –¡un negro!– de uno de los países más pobres que hay. ¿No se trata de una
compensación, una forma de resarcimiento? Los que han leído mi obra –que por
cierto no son muchos– saben que no soy un elegante maestro del lenguaje. ¿Por qué, entonces, este
galardón? Lo agradezco, claro, no dejo de estar contento; creo que es
importante aceptarlo, justamente porque soy un negro de un país extremadamente
pobre. ¿Pero no es un poco tardío el reconocimiento?
Les
aseguro que no soy un resentido contra los blancos. Aunque no les
interese saberlo –nadie me lo está preguntando– uno de mis mejores amigos en mi
país es un blanco. Ustedes, los aquí presentes, la reina de Suecia, toda esta
gente importante y acostumbrada a llevar estos trajes que a mí me parecen
camisas de fuerza pero que, para
ustedes, son algo de lo más cotidiano, todos ustedes no son los responsables
directos de nuestras infinitas penurias, como negros y como pobres. ¿O si?
¿Quién
es el culpable, entonces? En lo que hoy día es Tanzania se sabe que apareció el primer ser humano
de la historia, hace varios millones de años, y de allí se desplazó por todo el
planeta. Por lo que, permítaseme decirlo así, los blancos, rubios y de ojos
celestes actuales son negros desteñidos. ¿Por qué quedamos tan atrasados? ¿Por
qué hemos debido sufrir tantas tropelías? ¿Ustedes se imaginan Europa
repartida desde un escritorio, o debajo de un árbol, en una reunión de los
jefes africanos? La Conferencia de Berlín no fue un chiste, un invento, una
quimera. Ahí repartieron mi continente, mi gente, mis recursos, como niños que
reparten un pastel. ¿Lo sabían, verdad? El 26 de febrero de 1885, en Berlín, Alemania,
14 varones representantes de otros tantos países –ninguno africano, valga
aclarar–, y presididos por el canciller teutón von Bismarck, sentados frente a un mapa del
África jugaron a repartirse el continente.
Ustedes,
se los digo con todo corazón, ustedes no son los responsables. Ustedes
heredaron esa historia. Ustedes son blancos, ricos, que no saben nada de lo que
es el hambre, y que hoy –¡qué bueno que así sea!– pueden tener un poco
de conciencia, de vergüenza mejor dicho, y pensar en promover un símbolo como
lo que en estos momentos se está consumando en esta sala: reconocer la
monstruosidad que sus antepasados cometieron premiando, quizá inmerecidamente, a un negro, con un preciado
trofeo internacional.
Yo
se los agradezco, muy hondamente, con toda mi alma. Pero vuelvo a decirles lo
mismo: quizá no soy merecedor a esto en tanto escritor. Quizá, sí, en
tanto negro, en tanto pobre. Hasta ahora he sobrevivido muy magramente, con
trabajitos informales o con sueldos del Estado. Ya se imaginan entonces cómo
puedo haber sobrevivido. Nunca viví como escritor. Quizá ahora, devenido Premio
Nobel, mi suerte cambie. No
me atrevería a decir: mi próxima "buena suerte"; simplemente una
suerte distinta. Quizá, como dijo otro colega –ya le perdí el miedo a
esta palabra, ya empezó a gustarme–, el igualmente laureado con el Nobel,
sobreviviente a los campos de concentración, y símbolo también, el húngaro
Kertész, una vez obtenido ese galardón conoció la tercera dictadura, luego de
la nazi y la bolchevique: la dictadura del dinero –la menos incómoda, se
apresuró a aclarar. Tal vez eso me suceda: ahora llegarán los laureles, los
reflectores de la prensa, los amigos que son como sombras: aquellos que lo
siguen a uno solamente porque hay sol. Tal vez –yo diría que casi con seguridad
así sucederá– me atosiguen con conferencias y presentaciones públicas. ¡Yo, un modesto cerrajero y
maestro de escuela! ¿No es un poco desproporcionado todo esto? ¿Qué podría
transmitirles yo?
Probablemente
ustedes esperaban un brillante intelectual, un experto en cuestiones
literarias, un profundo pensador. Pues no. Déjenme decirles que no soy
eso; aunque quisiera, no podría serlo –y sigo decepcionándolos. Por otro lado
–aclaración importante– no quiero serlo tampoco. Ahora ocupo un cargo medio en
el Ministerio de Educación de Tanzania. No sé si realmente hago bien lo que
hago, pero al menos creo
mucho en lo que llevo a cabo. En mi país alrededor del 30 por ciento de la población no sabe leer ni
escribir –eso se ve mucho más aún en las mujeres. Por eso, les decía,
desde el Ministerio tenemos tanto que hacer por delante.
Imagínense: en un país de analfabetos, donde llegar a la escuela
secundaria ya es muy difícil, y la Universidad es casi un lujo inaudito,
¿a quién le pueden importar unos cuantos cuentos sobre la miseria diaria? Allí
la miseria se vive día a día, hora a hora, no es necesario leerla en un libro.
Por todo eso creo que es algo desmedido estar recibiendo
el Premio Nobel hoy aquí. Podría
no aceptarlo, como en su momento hizo Jean-Paul Sartre. Pero, en realidad, no
me parece lo mejor proceder así. Lo acepto, siempre con la idea que no
lo merezco, que hay mejores escritores que yo –y lo digo muy sinceramente; yo
soy un simple juglar popular que habla de las cosas cotidianas, de la miseria
cotidiana. Pero lo acepto
justamente por el valor de símbolo que entiendo conlleva. Lo acepto, con una
condición: que los aquí presentes tomen todos –yo ya lo tomé– el genuino
compromiso de revertir la situación que vive el África.
Sí, así como oyen. ¿Los decepciono? ¿No se esperaban
esto? Bueno, perdonen, pero creo que no estoy pidiendo nada fuera de lugar. ¿En nombre de qué derecho mi
población, mis hermanos, fueron convertidos en esclavos? ¿Con qué derecho nos
han saqueado históricamente como lo han hecho las potencias occidentales?
¿Por qué estamos condenados a ser los vencidos, los olvidados, los marginales,
los miserables? ¿Por qué
tenemos que vivir de las infames limosnas de la caridad internacional, siempre
deficientes, siempre a destiempo? ¿Con qué derecho se nos quiere hacer
pagar una inmoral, insoportable y nefasta deuda externa que ningún habitante
del África ha contraído directamente? ¿Cómo olvidar los siglos de explotación,
de ignominia, de degradación que nos tocó soportar, solo por ser negros? ¿Por
qué estamos condenados a soportar una enfermedad como el VIH-SIDA, guerras
fratricidas que nos inventan desde fuera de nuestras fronteras, saqueo
inmisericorde de nuestros recursos? ¿Y si fuera cierto que pedimos que, a
partir de ahora, la monarca del Reino Unido de Gran Bretaña y la Irlanda del
Norte –y por qué no también sus súbditos– hablen idioma suahili? ¿Y por qué
tenemos que aceptar tomar Coca Cola y comer Mc Donald's? ¿Acaso no tenemos comidas
decentes en nuestros pueblos? ¿Con qué derecho se considera que "la
cultura" debe tener por símbolo un Partenón griego –como es la
representación de la UNESCO– y no, por ejemplo, uno de nuestros bohíos? ¿Quién nos ha hecho creer que
los blancos son más "cultos" que los negros? ¿Por qué los negros estamos
condenados, si bien nos va, a ser deportistas profesionales? –los
gladiadores modernos para el circo contemporáneo. ¿Acaso los negros no podemos
ser más que delincuentes cuando habitamos en el mundo de los blancos? ¿Es ese nuestro destino?
¿Inmigrantes ilegales, ladrones, barrios marginales?
Acepto su blanco premio, señoras y señores, sólo a
condición que ustedes reconozcan en público, aquí, delante de todas estas
cámaras de televisión, que con un Premio Nobel dado a un negrito no se está
resarciendo una mierda la infamia histórica, el despojo descomunal y la
injusticia infinita que se ha cometido en contra de nuestros pueblos.
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