La
bondad es el punto más elevado de la inteligencia
Hace
unas semanas escribí que la bondad es el pináculo de la inteligencia. Es su
punto más cenital, el instante en el que la inteligencia se queda sorprendida
de lo que es capaz de hacer por sí misma. Leo ahora en una entrevista a Richard
Davidson, especialista en neurociencia afectiva, que «la base de un cerebro
sano es la bondad».
Suelo
definir la bondad como todo curso de acción que colabora a que la felicidad
pueda comparecer en la vida del otro. A veces se hace acompañar de la
generosidad, que surge cuando una persona prefiere disminuir el nivel de
satisfacción de sus intereses a cambio de que el otro amplíe el de los suyos, y
que en personas sentimentalmente bien construidas suele ser devuelta con la
gratitud.
En la arquitectura afectiva coloco la bondad como
contrapunto de la crueldad (la utilización del daño para obtener un beneficio),
la maldad (ejecución de un daño aunque no adjunte réditos), la perversidad
(cuando hay regodeo al infligir daño a alguien), la malicia (desear el
perjuicio en el otro aunque no se participe directamente en él). La bondad es justo lo contrario
a estos sentimientos que requieren del sufrimiento para poder ser.
La
bondad liga con la afabilidad, la ternura, el cuidado, la atención, la
conectividad, la empatía, la compasión, la fraternidad, todos ellos
sentimientos y conductas predispuestos a incorporar al otro tanto en las
deliberaciones como en las acciones personales. Se trataría de todo el
aparataje sentimental en el que se está atento a los requerimientos del otro.
Según la nomenclatura que utilizo en el ensayo Los
sentimientos también tienen razón (ver), serían los dispositivos afectivos de
apertura al otro. La amabilidad es aquella acción en la que tratamos al otro
con la bondad y consideración que se merece toda persona por el hecho de serlo.
Intentar colmar nuestros propósitos pero teniendo en cuenta también los del otro es una conducta muy sabia
para que los demás la repliquen cuando seamos nosotros los destinatarios del
curso de acción.
Ser
bondadoso con los demás es serlo con uno mismo, con nuestra común
condición de seres humanos empeñados en llegar a ser el ser que nos gustaría
ser. Ayudar a que la felicidad desembarque en la vida de los demás es ayudar a
que también desembarque en la nuestra. De ahí que no haya mayor beneficio
social para todos que la magnitud cooperativa, que se nutre de la bondad y la
ética, si es que esta tríada mágica no es la misma cosa astillada en distintas
palabras.
Para incorporar la bondad en el trajín diario hay que
brincar la estrecha y claustrofóbica geografía del yo absolutamente absorto en
un individualismo competitivo y narcisista. Richard Davidson defiende que la
bondad se cultiva. En su instituto entrenan a chicos y chicas. En los ejercicios acercan a su
mente a una persona que aman, reviven una época en la que esta persona fue
aguijoneada por el sufrimiento y sopesan qué hacer para liberarla de ese dolor. Luego amplían el foco a personas que no les
importan y finalmente a personas que les irritan. En este breve recorrido se
puede sintetizar en qué consiste humanizarnos.
Recuerdo que en una entrevista le preguntaron a Michael
Tomasello, uno de los grandes estudiosos de la cooperación, por qué podemos ser
muy amables con la gente de nuestro entorno y luego ser despiadados en otros
contextos, como por ejemplo en el laboral. Su respuesta fue muy elocuente.
Tomasello argumentó que nuestros valores varían en función de en qué círculo
nos movamos. No nos
comportamos igual con el conocido que con el desconocido. Homologar ambos
comportamientos es una de las grandes aspiraciones de la ética, qué podemos
hacer para pasar del círculo íntimo al círculo público con la misma actitud
empática, cómo realizar esa transacción desde el ámbito afectuoso al
ámbito donde el afecto pierde irradiación.
Yo
he intentado explicarlo en mi nuevo ensayo. Se trataría del paso del afecto a
la virtud (Davidson afirma que en los circuitos neuronales la virtud
activa la zona motora del cerebro), del sentimiento a la racionalidad del
sentimiento. En Los siete pecados capitales, Savater aclaraba algo que nos
atañe a todos como personas enclaustradas con otras personas en el mundo y por
tanto cautivas de gigantescos bucles de interdependencia que no podemos obviar:
«Las virtudes no se
aprenden en abstracto. Hay que buscar a las personas que las posean para poder
aprenderlas». He aquí la importancia de la ejemplaridad en el paisaje
social.
Yo suelo decir que para la sensibilidad ética un ejemplo
vale más que mil palabras, siempre que sepamos qué palabras queramos
ejemplificar. En el plano ético la teoría es poco persuasora. Sabemos qué es la bondad, pero
para aprenderla necesitamos contemplarla en personas consideradas valiosas por
la comunidad y reproducirla en nuestra vida. Pocas tareas requieren tanta participación de la
inteligencia, pero pocas satisfacen tanto cuando se automatizan a través del
hábito. Cuando alguien lo logra estamos ante un sabio.
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