Narrado por un superviviente
Cerca
del 90% de la ciudad fue destruida y murieron unas 80.000 personas por la
explosión en Hiroshima.
Shinji Mikamo lo perdió todo cuando el 6 de agosto de 1945 la bomba atómica
cayó sobre Hiroshima, excepto el reloj de su padre. Sin embargo, él no culpó a los estadounidenses por
el cataclismo.
Cuando la familia se bañaba junta, a la manera japonesa,
a Akiko Mikamo, la hija de Shinji, nunca se le ocurrió preguntar por la oreja que le faltaba a su padre o
por las cicatrices en los cuerpos de sus padres. "No pensaba en
eso", dice. "Era algo muy natural".
Su
madre nunca habló acerca de la bomba. Como cualquier mujer tradicional
japonesa, ella
"aprendió a tragarse su dolor para no ser una carga para los demás".
Pero Akiko creció escuchando las historias de su padre
sobre aquel día, historias que ella ha recogido en un libro.
Por
encima de todo, él siempre le enseñó que odiar era algo malo.
"Los
estadounidenses no tienen la culpa, la guerra tiene la culpa. La falta de
voluntad de la gente para comprender a aquellos que tienen valores diferentes,
eso es lo que tiene la culpa".
El piloto del Enola Gay, el bombardero estadounidense que
arrojó la bomba sobre Hiroshima, sólo estaba siguiendo órdenes –señalaba–. Y en el proceso estaba arriesgando su propia
vida.
Una gigantesca bola de fuego
Los veranos en Hiroshima era sofocantes y la mañana del 6
de agosto de 1945 no fue diferente de cualquier otra: calurosa y húmeda. Shinji
Mikamo se había tomado el día libre de su trabajo como aprendiz de electricista
en el ejército para ayudar
a su padre a recoger las cosas de su casa, que estaba cerca de ser
demolida.
Meses de ataques aéreos habían causado incendios
devastadores en varias ciudades de Japón, por lo que el gobierno había decidido crear cortafuegos.
La casa de los Mikamo fue una de las afectadas por la decisión. "Esto no
tiene sentido", gruñó el padre de Shinji, Fukuichi.
Pero las órdenes eran las órdenes.
Shinji
Mikamo sobrevivió a duras penas a la explosión.
La madre de Shinji, Nami, quien se hallaba gravemente
enferma, había sido enviada al campo y su hermano mayor, Takaji, estaba
combatiendo en Filipinas. De modo que Shinji, de 19 años, y su padre estaban
viviendo solos en la ciudad. En poco tiempo, Shinji culminaría su entrenamiento y se uniría al
ejército, así que lo más probable es que él también se iría lejos.
De
repente tenía frente a mí una gigantesca bola de fuego. Era al menos cinco veces más
grande y 10 veces más brillante que el Sol. Venía directamente hacia mí, una poderosa llama de un notable
color amarillo pálido, casi de color blanco.
Padre e hijo se pusieron a trabajar tras el desayuno
típico en tiempos de guerra: mijo
y semillas de avena.
Fukuichi miró el reloj de bolsillo que siempre cargaba
consigo, un reloj redondo que encajaba perfectamente en la palma de su mano, la
cubierta de plata desgastada por el uso. Eran las 7:45 de la mañana. Shinji se subió a la
azotea para quitar las tejas de barro. Unos vecinos les habían ofrecido una
habitación, pero no había baño. Necesitaban las tejas para hacer el techo de un cobertizo.
No
había una sola nube en el cielo. Desde su punto de vista, Shinji le echó una
mirada a la ciudad resplandeciente. Abajo, en el patio, Fukuichi le dijo
a su hijo que no se durmiera. Shinji recuerda que cerca de las 8:15, él levantó su brazo
izquierdo para secar el sudor en su frente, cuando repentinamente un destello
cegador cubrió todo el cielo.
"De repente tenía frente a mí una gigantesca bola de
fuego. Era al menos cinco veces más grande y 10 veces más brillante que el Sol.
Venía directamente hacia mí, una poderosa llama de un notable color amarillo
pálido, casi de color blanco".
"El ruido ensordecedor vino después. Estaba envuelto
por el trueno más fuerte que jamás había escuchado. Era el sonido del universo
en explosión. En ese
instante sentí un dolor punzante que se extendió por todo mi cuerpo. Fue como
si un balde de agua hirviendo hubiese sido arrojado sobre mi cuerpo y fregado
mi piel".
Shinji fue arrojado a las tinieblas, enterrado bajo la
casa como estaba. Reconoció la voz de su padre, que lo llamaba, cada vez más
cerca. A pesar de tener 63 años, Fukuichi era un hombre fuerte y sacó a su hijo
de entre los escombros y apagó las llamas en su cuerpo. El torso y el lado derecho del cuerpo de Shinji
estaban totalmente quemados.
"Mi
piel colgaba de mi cuerpo en pedazos como harapos", dice. La carne
cruda por debajo era un extraño color amarillo, como la superficie del pastel
dulce que su madre solía preparar.
A
las 8:15 del 6 de agosto de 1945, el bombadero B-29 estadounidense -el Enola
Gay- lanzó el artefacto mortal sobre la ciudad japonesa.
Tras el apocalipsis
"Mi padre y yo nos vimos el uno al otro", dice
Shinji. La ciudad a su alrededor había desaparecido, reducida a cenizas y
escombros. Shinji no podía entender lo que había sucedido. ¿Había estallado el
Sol?
Su padre ensayó una explicación. "Demolieron todas
las casas por nosotros. Supongo que nos ahorramos un poco de trabajo". Lo
dijo y soltó una risotada gutural.
Sin embargo, no había tiempo para ponerse a conversar. La
ciudad, ya en ruinas, se
estaba incendiando y tuvieron que buscar refugio. Shinji y Fukuichi se
encaminaron por el extraño paisaje post-nuclear hasta el río.
Allí vieron pasar los cuerpos flotando boca abajo. Y
pronto se produjo otro fenómeno extraño y aterrador. Los numerosos incendios en la ciudad habían
generado vientos tan fuertes como los de una tormenta, los cuales, ahora
se combinaban en un tornado -"un monstruo oscuro", recuerda Shinji- que succionaba todo a su paso.
El tornado levantaba y lanzaba partes de casas derrumbadas, muebles, incluso el
agua del río. Mientras se
aproximaba, las personas se aferraban a lo que podían.
Este nuevo mundo era difícil de entender, pero una vez
que el fuego y el tornado se apaciguraron, Shinji y su padre cruzaron un puente en busca de refugio.
La caminata era una agonía, no sólo por su carne quemada, sino por la enorme cantidad de
cadáveres y moribundos que hallaban a su paso.
Cientos de miles de personas resultaron heridas. Y decenas de miles murieron
posteriormente por la radiación.
"Mis
pies estaban carbonizados y torpes. Con cada paso o algo así, yo tropezaba sin
querer un brazo o una pierna y oía a la persona quejarse de dolor. Me sentí
como un buitre... cruzar ese puente, dejando atrás a todos esos heridos que
iban a morir", recuerda Shinji.
"Lentamente, con mi corazón rompiéndose en
innumerables pedazos, seguí delante. Hice todo lo posible por seguir
exactamente los pasos de mi padre, deseando -y creyendo- que él conociera la
ruta hacia nuestra salvación".
La bomba había arrasado con Hiroshima. De sus 45
hospitales sólo tres seguían operativos. No había ayuda. Ninguna medicina. Ningún alivio del dolor.
Shinji se hallaba a poco más de un kilómetro del epicentro de la explosión.
Él atribuye su supervivencia a la fortaleza de su padre.
Cada vez que él quería renunciar, Fukuichi lo regañaba. "No sucumbas a la debilidad tan
fácilmente", le dijo. "Ya hemos pasado lo peor."
Apenas tenía piel para proteger su cuerpo, con cada paso
un poco de la carne de Shinji se desgarraba. En los momentos en que estaban demasiado débiles para
caminar, él y su padre se arrastraban. Les tomó horas recorrer
distancias cortas. Shinji
le suplicó a su padre que lo dejara morir.
Pero Fukuichi le dijo con resolución: ¿Te quieres morir?
No digas eso con tanta ligereza. En tanto que permanezcas vivo, te recuperarás algún día.
Ese día llegará. Sólo aguanta un poco".
Estamos en el infierno
Shinji sostiene que la fortaleza de su padre lo ayudó a
sobrevivir. Su madre murió algunos meses después de la explosión.
Hasta
que tuvieron un golpe de suerte. De regreso a la zona donde habían
vivido, los reconoció Teruo, un amigo de Shinji y su compañero como aprendiz en
el ejército. Siendo un civil empleado por el ejército, Shinji tenía algunos
privilegios. Teruo pudo
mover algunos para lograr que lo evacuaran para el tratamiento.
El 9 de agosto, tres días después de la bomba, Shinji y su padre estaban en el
suelo de una escuela en un pueblo a las afueras de la ciudad, junto con
decenas de heridos graves. En ese momento los pensamientos de Shinji se
ubicaron en un incidente perturbador ocurrido el día anterior. Mientras él y su
padre caminaban desde el Santuario de Toshogu, dos soldados le salieron al paso y les dijeron que
regresaran por donde venían. Cuando Fukuichi protestó, uno de los soldados le
escupió en la cara y le dijo que se fuera al infierno.
En
una sociedad en la que los ancianos son venerados, este hecho fue profundamente
chocante.
Sin embargo Fukuichi contuvo la ira y se alejó: seguir con vida era lo más
importante.
Les tomó horas hacer el camino de vuelta por una
pendiente recubierta de arbustos espinosos y los restos astillados de madera. Shinji maldijo a los soldados
con cada doloroso paso que daba.
Shinji
no podía entender por qué los soldados pudieron tratarlos de esa manera.
Consumido por la ira y el odio, se volvió hacia su padre en busca de una
explicación. "Son
demonios, ¿no?", preguntó. "Son malos. Tal vez incluso peor que los
bombarderos estadounidenses".
Fukuichi respondió con calma: "Ahora mismo estamos en el infierno. No es de
extrañar que veamos demonios".
El padre le habló a su hijo de los ángeles que habían
hallado: el vecino que les había hecho la sopa, Teruo y su intervención
decisiva, los habitantes del pueblo que estaban atendiendo a los heridos.
Shinji se vio obligado a aceptar que la bondad todavía
existía. Se durmió esa noche con lágrimas de alivio en los ojos, imaginando la
cara de Buda.
Dos
días después, los soldados llegaron para llevarse a Shinji a un hospital de
campaña. Padre e hijo habían sobrevivido durante cinco días, vagando
juntos por la Hiroshima postapocalítica, pero ahora tenían que separarse. La
mirada inquebrantable de Fukuichi siguió a su hijo mientras lo conducían a un
camión del ejército.
Cuando
Shinji llegó al hospital, las heridas en su pierna estaban seriamente
infectadas y requerían drenar el pus y los gusanos.
El reloj de Fukuichi, el padre de Shinji, se detuvo exactamente en el
momento de la explosión.
Una mañana, una voluntaria del hospital lo vio haciendo
una mueca de dolor y le prometió que le traería algunas almohadas de casa.
La esperanza que le dio la promesa pronto se convirtió en
rabia y desesperación, pues él pasó todo el día esperando por ella. "Odié a esa mujer que me
había traicionado tan cruelmente", recuerda.
Pero
ella volvió, tarde en la noche, con las almohadas prometidas. Se había
retrasado inevitablemente. "En el momento en que la vi, mi enojo se
transformó en vergüenza. ¿Cómo pude haber tenido tanto odio en mis
pensamientos?".
Aquello
fue un punto de inflexión.
Él
tomó la determinación de no cometer el mismo error otra vez. "Ella era un
ángel que había vuelto a rescatarme de mi peor dolor", dice. "También
fue un ángel que me rescató de las profundidades de mi propia ira".
Una mañana, al despertar, Shinji se halló con un espectáculo
inusual: los soldados en el hospital ya no llevaban sus espadas. Era el 16 de
agosto, una semana después de que una segunda bomba atómica fue lanzada sobre
Nagasaki. Japón se había rendido el 14 de agosto. La guerra había terminado.
Fragmentos del pasado
Shinji fue dado de alta del hospital en octubre de 1945. Un mes antes se las había
arreglado para enviarle una postal a su madre en la que le decía que estaba
vivo. Y fue en busca de su padre. Se halló con las ruinas de su antigua
casa, a la que identificó gracias a los patrones distintivos en los destrozadas
cuencos de arroz de la familia.
Moviéndose entre los restos carbonizados, hizo un
descubrimiento: un disco redondo familiar, cubierto de polvo y hollín.
Ahí
estaba el reloj de su padre, entre los escombros. El vidrio se había volado, lo
mismo que las manecillas. El metal estaba oxidado y quemado. "El
inimaginable e intenso calor de varios miles de grados producido por la
explosión había fundido el reflejo de las manecillas en la cara del reloj,
dejando marcas distintivas de dónde se encontraban en el momento de la
explosión. Esto fue suficiente para ver claramente el momento exacto que
el reloj se detuvo".
Ocurrió a las 8:15 de la mañana.
En 1949, cuando Hiroshima fue designada oficialmente como
Ciudad de la Paz internacional, Shinji decidió donar el reloj al Monumento de la Paz.
Sujetando el reloj en sus manos, Shinji tuvo la repentina sensación de que no
volvería a ver a su padre. Ese pensamiento lo golpeó "como otra
explosión atómica", dice. Parado sobre las ruinas de su casa, vistiendo
ropa de otra persona, pensó en las hermosas fotografías tomadas por su padre,
un fotógrafo profesional. Ahora eran cenizas bajo sus pies.
El
reloj era su único vínculo con una familia que había sido aniquilada.
Aunque él no lo sabía aun, su madre Nami había muerto pocos días después de
recibir su tarjeta postal. Y su hermano Takaji había muerto en acción en
Filipinas.
¿Qué
pasó con su padre? Él nunca pudo saberlo.
Como un huérfano de guerra, Shinji luchó por sobrevivir y hacerse de un lugar en la
sociedad. En el Japón de entonces, "la armonía y las conexiones
familiares eran todo", dice su hija, Akiko. Un hombre sin familia no era mejor que un criminal.
Así que cuando él pidió
permiso para casarse con Miyoko, la hermana de un amigo de la infancia,
el padre de ella dijo que no. La pareja se vio obligada a fugarse.
Akiko, la hija de Shinji, descubrió en 1989 que el reloj
había sido robado del museo de las Naciones Unidas en Nueva York.
Su primera hija, Sanae, nació tres años después de la
bomba. Saludable al
principio, contrajo polio y encefalitis. Luego tuvieron su segunda hija,
Akiko, en 1961. Y tres años después una tercera, Keiko.
El
reloj se mantuvo como la única reliquia de la familia de Shinji. El
sentía que el objeto contenía una parte del alma de su padre. Y, sin embargo,
en 1949, cuando Hiroshima fue designada oficialmente como Ciudad de la Paz
internacional, decidió donarlo al Monumento de la Paz.
"Quería que el reloj y el nombre de mi padre fueran
ampliamente vistos y conocidos como un recordatorio de la destrucción y del
heroísmo que fueron mostrados aquel fatídico día de agosto".
Reliquia robada
En
1985, el reloj fue enviado a Nueva York, para formar parte de una exhibición
permanente en la sede de las Naciones Unidas.
Y durante años, para Shinji fue un enorme placer y
orgullo el saber que el reloj servía para contar la historia de Hiroshima a los
visitantes del museo.
En 1989, cuando Akiko viajó a Estados Unidos para
estudiar Psicología, lo
primero que quiso hacer fue ver el reloj de su abuelo. Para su sorpresa,
el estuche que contenía el objeto estaba vacío.
El reloj había sido robado.
Llena
de rabia, Akiko llamó a su padre en Japón para contarle la terrible noticia. Lo
primero que Shinji hizo fue repetir su mantra, lo que había aprendido durante
su supervivencia.
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