Desde que somos niños escuchamos a
nuestros padres decir que están orgullosos de nosotros, celebrando así
cualquier logro que conseguimos: ¡Muy bien hijo! ¡Estoy orgulloso de ti!
Así
entramos en un círculo vicioso en el que queremos nuestro premio: recibir el reconocimiento de
nuestros padres. ¿Qué hay más importante para un niño que saber que sus
padres están orgullosos de él? Entonces nos esforzamos en sacar buenas notas, marcar un gol en el
partido del sábado, ser la mejor bailarina del festival de fin de curso,
etc. Vale la pena esforzarse al máximo porque sabes que el premio va a llegar y te vas a sentir
fenomenal.
“Sé tú mismo, los demás puestos están
ocupados”. OSCAR WILDE.
Pero,
¿qué pasa cuando nos
convertimos en adultos? Del mismo modo que cuando somos niños queremos escuchar constantemente
estas palabras, pasa lo mismo cuando nos hacemos mayores y nos
convertimos en padres: queremos
ser los mejores del mundo y, sobretodo, que nuestros hijos se sientan orgullosos de nosotros.
Nos desvivimos y
sacrificamos para ser “los mejores” padres del mundo, para que el día de
mañana nuestro hijo nos regale unas maravillosas palabras llenas de
significado, que quizás hemos esperado durante toda la vida.
Entonces,
¿qué pasa? ¿sientes que
tiene sentido lo que estás leyendo? ¿sientes que llevas media vida
dándolo todo para que tus padres te den su aprobación y la otra media para que
tu hijo aplauda quien eres? ¿o simplemente para gustar a tu entorno?
A lo largo de mi vida me he encontrado
con muchos amigos que siguen el camino “impuesto” por sus padres, que siguen
una vida porque creen que es su única opción y porque sienten que si no lo
hacen, los van a defraudar. El resultado es que acaban teniendo vidas mediocres
porque no están siendo ellos mismos y no están viviendo la vida que en realidad
desearían. Y lo mejor de todo es que la mayoría de veces se han montado una película digna merecedora
de un Oscar.
“No negocies tu autenticidad a cambio
de una mirada de aprobación.” JORGE BUCAY.
Vivimos
en una sociedad en la que 1+1=2, en la que damos todo por hecho y las cosas por sentadas. Vivimos
en la era de la especulación. Si haces A, obtienes B. Pero la vida no es cuestión de fórmulas matemáticas.
La vida hay que vivirla,
hay que disfrutarla, hay que brillar y, lo más importante, hay que ser feliz.
Nuestro peor enemigo somos nosotros mismos y si hay una vocecita que te dice
que hagas esto o lo otro, ten muy claro que esa vocecita eres tú, y que de ti depende subir o
bajar el volumen para escucharla más o no hacerle caso.
La vida no se trata de ser un ganador o
un perdedor, se trata de ser uno mismo y dar lo mejor.
Una
de las preocupaciones más grandes que tenía antes de ser madre era perder parte
de mi esencia. Yo quería ser una buena madre, la mejor madre para mi hija, por
supuesto. Pero, ¿qué significa ser una buena madre? Desgraciadamente hay mil y
un artículos y libros que lejos de inspirarnos nos ponen entre la espada y la
pared. Hablan de ser una
buena madre y de hacer las cosas como se supone que se tienen que hacer.
Parece que al tener un hijo tienes que transformarte en una especie de robot
perfecto que no comete errores, como si ese fuera el mejor ejemplo para tu
hijo.
Yo tenía claro que la mejor madre para
mi hija era yo: con mis virtudes y mis defectos pero siendo siempre yo misma.
Ser uno mismo, aceptarse y sentirte
orgulloso de quién eres, es el camino más rápido para convertirte en la mejor
versión de ti mismo.
Al final, ¿qué quiere
cualquier hijo, tener un padre o una madre feliz, no? No hay mejor ejemplo que le
puedas ofrecer a tu hijo que el quererte, el ser humano, el sentirte orgulloso de quién
eres, con tus cosas buenas y tus cosas no tan buenas. Si te sientes bien
contigo mismo darás cada minuto el 100% de ti.
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