El
sistema capitalista se inició en el siglo que va de 1750 a 1850, como resultado
de tres revoluciones. La primera fue una revolución política: el triunfo del
liberalismo, particularmente la doctrina de los derechos naturales, y la visión
de que la función del gobierno debe limitarse a proteger los derechos
individuales, incluyendo los derechos de propiedad.
La
segunda revolución fue el nacimiento del entendimiento económico, culminando
con "La Riqueza de las Naciones" de Adam Smith.
Smith demostró que cuando los individuos son dejados libres para perseguir sus
propios intereses económicos, el resultado no es el caos, sino el orden
espontáneo, un sistema de mercado en el cual las acciones individuales son
coordinadas y se produce mayor bienestar que el que se lograría si el gobierno
manejara la economía.
La
tercera revolución fue, por supuesto, la Revolución Industrial. La innovación tecnológica proveyó una palanca que multiplicó los
poderes productivos del hombre. El efecto no fue solamente elevar el nivel de
vida de todos, sino alertar a los individuos de que podrían obtener una fortuna
inimaginable en poco tiempo.
La
revolución política -- el triunfo de la doctrina de los derechos individuales
-- fue acompañada por el espíritu del idealismo moral. Fue
la liberación del hombre de la tiranía, el reconocimiento de que todo
individuo, sea cual sea su ubicación en la sociedad, es un fin en sí mismo.
Pero la revolución económica fue expresada en términos moralmente ambiguos:
como sistema económico, el capitalismo fue presentado como concebido en el
pecado.
El
deseo de riqueza cedió bajo la sombra del mandato cristiano contra el egoísmo y
la avaricia. Los primeros estudiosos del orden espontáneo
fueron conscientes de que estaban sosteniendo una paradoja moral: la paradoja,
como la expresó Bernard Mandeville, de que los vicios privados podrían producir
beneficios públicos.
Los
críticos al mercado siempre capitalizaron estas dudas sobre su moralidad. El
movimiento socialista ha sostenido que el capitalismo multiplicó el egoísmo,
explotación, alienación, injusticia. Esta misma creencia
invocó el estado benefactor, que redistribuye los ingresos a través de
programas del gobierno, en nombre de la "justicia social".
El
esfuerzo por construir una sociedad socialista ha sido colapsado ahora,
acabando con un trágico experimento social, que ha demostrado que un sistema
colectivista es incompatible con prosperidad, libertad y justicia. Poca gente negaría hoy las virtudes económicas del sistema de
mercado. Pero el capitalismo no ha escapado aún de la ambigüedad moral en la
cual fue concebido.
Es valorado por la prosperidad que produce; es
valuado como una precondición necesaria para la libertad política e
intelectual. Pero pocos de sus defensores están preparados para afirmar que el
modo de vida central del capitalismo –la persecución del propio interés a
través de la producción y el comercio- es moralmente honorable, mucho menos que
noble o ideal.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
Por favor, escriba aquí sus comentarios