La superficie de tierra firme de
nuestro planeta soporta una carga de unos 38 millones de kilómetros cúbicos de
hielo (de los cuales, un 85% está en el continente de la Antártida). Como el
agua es algo más densa que el hielo, esos 38 millones, al derretirse, se
quedarían en unos 33 millones de kilómetros cúbicos de agua.
Está claro que si el hielo se
derritiese, toda el agua, o casi toda, iría a parar al océano. El océano tiene una
superficie total de 360 millones de kilómetros cuadrados, Si dicha superficie permaneciera
constante y los 33 millones de kilómetros cúbicos de hielo fundido se
esparcieran uniformemente por toda su extensión alcanzaría una altura de 33/360
ó 0,092 kilómetros. Es decir, la capa de hielo fundido tendría un espesor de 92 metros.
Pero
lo cierto es que la
extensión superficial del océano no permanecería constante, porque, de subir su nivel, se
comería unos cinco millones de kilómetros cuadrados de las tierras bajas que
hoy día festonean sus orillas. Lo cual significa que la superficie del océano
aumentaría y que la capa de ese nuevo aporte de agua no sería tan gruesa como
acabamos de suponer, aparte que el peso adicional de agua haría ceder un
poco el fondo del mar.
Aun así, el nivel subiría probablemente
unos 60 metros, lo bastante como para alcanzar la vigésima planta del Empire
State Building
y anegar buena parte de las zonas más pobladas de la Tierra.
La cantidad de hielos terrestres ha
variado mucho a lo largo de la historia geológica de la Tierra. En el apogeo de un
período glacial avanzan, gigantescos, los glaciares sobre millones de
kilómetros cuadrados de tierra, y el nivel del océano baja hasta el punto de dejar al aire
libre las plataformas continentales.
En
cambio, cuando la carga de hielo es prácticamente nula, como sucedió durante
decenas de millones de años, el nivel del océano es alto y pequeña la
superficie continental.
Ninguna de las dos situaciones tiene
por qué ser catastrófica.
En pleno período glacial, los hielos cubren millones de kilómetros cuadrados de
tierra, que quedan así inhabilitados para la vida terrestre. Pero, en cambio, salen a la luz
millones de kilómetros cuadrados de plataforma continental, con posibilidad de
ser habitados.
Si, por el contrario, se derrite el
hielo, el agua anegará millones de kilómetros cuadrados, que quedan así
inservibles para la vida terrestre. Pero en ausencia de hielo y con áreas
terrestres más pequeñas, el
clima será ahora más benigno y habrá pocos desiertos, por lo cual será mayor el
porcentaje de tierras habitables. Y como la variación en el volumen
total del océano es relativamente pequeña (6 ó 7% como máximo), la vida marina no se verá
afectada demasiado.
Si el cambio de nivel durase miles y
miles de años, como siempre ha sido en el pasado, no habría dificultad para
afrontarlo.
Pero el problema es que la tecnología humana está vertiendo polvo y anhídrido
carbónico en el aire. El
polvo intercepta la radiación solar y enfría la Tierra, mientras que el
anhídrido carbónico atrapa el calor y la calienta.
Si
uno de los efectos llega a predominar en el futuro sobre el otro, la temperatura de la Tierra
quizá suba o baje con relativa rapidez. Y en cosa de cien años puede que
los hielos se derritan o que se formen glaciares continentales.
Lo catastrófico no será tanto el cambio
en sí como la velocidad del cambio.
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