Un cociente se enamoró de una
incógnita. El cociente era producto de una familia de importantísimos,
polinomios. Ella una simple incógnita de mezquina ecuación literal ¡oh! ¡Qué
tremenda desigualdad!
Pero como todos saben, el amor no tiene límites y va del más infinito al menos infinito.
Embargado, el cociente la contempló desde el vértice hasta la base, bajo todos los ángulos, agudos y obtusos.
Era linda, una figura impar que se evidenciaba por: mirada romboidal, boca trapezoidal y senos esféricos en un cuerpo cilíndrico de líneas sinusoidales.
"¿Quién eres?", preguntó el cociente con una mirada radical.
"Soy la raíz cuadrada de la suma de los cuadrados de los catetos, pero puedes llamarme hipotenusa", contestó ella con expresión algebraica de quien ama.
Él hizo de su vida una paralela a la de ella, hasta que se encontraron en el infinito.
Y se amaron hasta el cuadrado de la velocidad de la luz, dejando al sabor del momento y de la pasión, rectas y curvas en los jardines de la cuarta dimensión.
Él la amaba y el recíproco era verdadero. Se adoraban con las mismas razones y proporciones en un intervalo abierto de la vida.
Luego de tres cuadrantes, resolvieron casarse.
Trazaron planes para el futuro y todos le desearon felicidad integral. Los padrinos fueron el vector y la bisectriz.
Todo marchaba sobre ejes. El amor crecía en progresión geométrica. Cuando ella estaba en sus coordenadas positivas, concibió un par: al varón, en homenaje al padrino lo bautizaron vector; la niña, una linda abscisa. Ella fue objeto de dos operaciones.
Eran felices, hasta que un día todo se volvió una constante. Fue así que apareció otro. Sí, otro. El máximo común divisor, un frecuentador de círculos viciosos. Lo mínimo que el máximo ofreció fue de una magnitud absoluta.
Ella se sintió impropia, pero amaba al máximo. Al saber de esta regla de tres, el cociente la llamó fracción ordinaria.
Sintiéndose un denominador común, resolvió aplicar la solución trivial: un punto de discontinuidad
Pero como todos saben, el amor no tiene límites y va del más infinito al menos infinito.
Embargado, el cociente la contempló desde el vértice hasta la base, bajo todos los ángulos, agudos y obtusos.
Era linda, una figura impar que se evidenciaba por: mirada romboidal, boca trapezoidal y senos esféricos en un cuerpo cilíndrico de líneas sinusoidales.
"¿Quién eres?", preguntó el cociente con una mirada radical.
"Soy la raíz cuadrada de la suma de los cuadrados de los catetos, pero puedes llamarme hipotenusa", contestó ella con expresión algebraica de quien ama.
Él hizo de su vida una paralela a la de ella, hasta que se encontraron en el infinito.
Y se amaron hasta el cuadrado de la velocidad de la luz, dejando al sabor del momento y de la pasión, rectas y curvas en los jardines de la cuarta dimensión.
Él la amaba y el recíproco era verdadero. Se adoraban con las mismas razones y proporciones en un intervalo abierto de la vida.
Luego de tres cuadrantes, resolvieron casarse.
Trazaron planes para el futuro y todos le desearon felicidad integral. Los padrinos fueron el vector y la bisectriz.
Todo marchaba sobre ejes. El amor crecía en progresión geométrica. Cuando ella estaba en sus coordenadas positivas, concibió un par: al varón, en homenaje al padrino lo bautizaron vector; la niña, una linda abscisa. Ella fue objeto de dos operaciones.
Eran felices, hasta que un día todo se volvió una constante. Fue así que apareció otro. Sí, otro. El máximo común divisor, un frecuentador de círculos viciosos. Lo mínimo que el máximo ofreció fue de una magnitud absoluta.
Ella se sintió impropia, pero amaba al máximo. Al saber de esta regla de tres, el cociente la llamó fracción ordinaria.
Sintiéndose un denominador común, resolvió aplicar la solución trivial: un punto de discontinuidad
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
Por favor, escriba aquí sus comentarios