Leí,
días pasados, que el hombre que ordenó la edificación de la casi infinita
muralla china fue aquel primer Emperador, Shih Huang Ti, que asimismo dispuso
que se quemaran todos los libros anteriores a él.
Que las dos vastas operaciones —las quinientas o
seiscientas leguas de piedra para opuestas a los bárbaros, la rigurosa
abolición de la historia, es
decir del pasado— procedieran
de una persona y fueran de algún modo sus atributos, inexplicablemente
me satisfizo y, a la vez, me inquietó. Indagar las razones de esa emoción es el
fin de esta Plancha.
Históricamente,
no hay misterio en las dos medidas. Contemporáneo de las guerras de
Aníbal, Shih Huang Ti, rey de Tsin, redujo bajo su poder a los Seis Reinos antes existentes y borró el
sistema feudal; erigió la muralla, porque las murallas eran defensas; quemó los libros, porque
la oposición los invocaba para alabar a los antiguos emperadores. Quemar libros y erigir
fortificaciones es tarea común de los príncipes; lo único singular en
Shih Huang Ti fue la escala en la que obró. Así lo hacen entender algunos
sinólogos, pero yo siento que los hechos que he referido son algo más que una
exageración o una hipérbole de disposiciones triviales. Cercar un huerto o un jardín
es común; no lo es cercar un imperio. Tampoco es baladí pretender que la más tradicional de las
razas renuncie a la memoria de su pasado, mítico o verdadero. Tres mil
años de cronología tenían los chinos (y en esos años, se incluyen el Emperador
Amarillo y Chuang Tzu y Confucio y Lao Tzu), cuando Shih Huang Ti ordenó que la
historia empezara con é1.
Shih Huang Ti había desterrado a su madre por libertina; en su dura justicia,
los ortodoxos no vieron otro cosa que una impiedad; Shih Huang Ti, tal vez,
quiso abolir todo el pasado para abolir un solo recuerdo: la infamia de su madre.
Esta conjetura es atendible, pero nada nos dice de la muralla, de la segunda
cara del mito. Shih Huang Ti, según los historiadores, prohibió que se mencionara la muerte y busco el
elixir de la inmortalidad y se recluyó en un palacio figurativo, que constaba de tantas
habitaciones como hay días en el año; estos datos sugieren que la
muralla en el espacio y el incendio en el tiempo fueron barreras mágicas
destinadas a detener la muerte. “Todas las cosas quieren persistir en su ser”, ha escrito Baruch
Spinosa; quizá el Emperador y sus magos creyeron que la inmortalidad es
intrínseca y que la corrupción no puede entrar en un orbe cerrado.
Quizá
el Emperador quiso recrear el principio del tiempo y se llamó Primero,
para ser realmente primero, Y se llamó Huang Ti, para ser de algún modo Huang
Ti, el legendario emperador que inventó la escritura y la brújula. Este, según
el Libro de los Ritos, dio su nombre verdadero a las cosas; parejamente Shih
Huang Ti se jactó, en inscripciones que perduran, de que todas las cosas, bajo
su imperio, tuvieran el nombre que les conviene. Soñó fundar una dinastía inmortal; ordenó que sus
herederos se llamaran Segundo Emperador, Tercer Emperador, Cuarto Emperador, y
así hasta el infinito… He hablado de un propósito mágico; también cabría
suponer que erigir la muralla y quemar los libros no fueron actos simultáneos.
Esto (según el orden que eligiéramos) nos daría la imagen
de un rey que empezó por
destruir y luego se resigno a conservar, o la de un rey desengañado que
destruyó lo que antes defendía. Ambas conjeturas son dramáticas, pero
carecen, que yo sepa, de base histórica. Herbert Allen Giles cuenta que quienes ocultaron
libros fueron marcados con un hierro candente y condenados a construir, hasta
el día de su muerte, la desaforada muralla. Esta noticia favorece o
tolera otra interpretación. Acaso la muralla fue una metáfora, acaso Shih Huang
Ti condenó a quienes adoraban el pasado a una obra tan vasta como el pasado,
tan torpe y tan inútil. Acaso la muralla fue un desafío y Shih Huang Ti pensó: “Los hombres aman el pasado y
contra ese amor nada puedo, ni pueden mis verdugos, pero alguna vez habrá un
hombre que sienta como yo, y ese destruirá mi muralla, como yo he destruido los
libros, y ese borrara mi memoria y será mi sombra y mi espejo y no lo sabrá.”
Acaso Shih Huang Ti amuralló el imperio porque sabía que este era deleznable y
destruyó los libros por
entender que eran libros sagrados, o sea libros que enseñan lo que
enseña el universo entero o la conciencia de cada hombre. Acaso el incendio de
las bibliotecas y la edificación de la muralla son operaciones que de un modo
secreto se anulan.
La muralla tenaz que en este momento, y en todos, proyecta
sobre tierras que no veré, su sistema de sombras, es la sombra de un Cesar que ordenó que la más reverente
de las naciones quemara su pasado; es verosímil que la idea nos toque de
por si, fuera de las conjeturas que permite. (Su virtud puede estar en la oposición
de construir y destruir, en enorme escala.) Generalizando el caso anterior,
podríamos inferir que
todas las formas tienen su virtud en si mismas y no en un “contenido”
conjetural. Esto concordaría con la tesis de Benedetto Croce; ya Pater,
en 1877, afirmó que todas las artes aspiran a la condición de la música, que no
es otra cosa que forma. La
música, los estados de felicidad, la mitología, las caras trabajadas por el
tiempo, ciertos crepúsculos y ciertos lugares, quieren decirnos algo, o
algo dijeron que no hubiéramos debido perder, o están por decir algo; esta
inminencia de una revelación, que no se produce, es quizá, el hecho estético.
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