El
médico Tiberio Álvarez combina terapias del dolor, sedación y magia para
ayudarle a los enfermos terminales a soportar el trance hacia la muerte
“Tres cartas
negras y tres cartas rojas. No se puede hacer más lento”, dice con voz burlona.
Es el comienzo del show de este médico con bigote a lo Eistein que encontró en
la magia, una de las formas de aproximarse al ‘gran misterio’. Las cartas
aparecen y desaparecen, se borran y se pintan una y otra vez: “todo un milagro
en el espacio breve de una mano”, como lo aprendió de René Lavand, el mago manco argentino que le
mostró que en la magia como en la vida todo es cuestión de ilusión.
Tiberio es anestesiólogo de la Universidad de Antioquia, profesor titular de
medicina por más de 30 años y fundador de la Clínica de alivio del dolor y cuidados paliativos.
Es miembro ex presidente de la Academia Antioqueña de Medicina y fundador del
Museo de la fotografía Médica de Antioquia. En la década del setenta, trabajó
como médico en Paris y a su regreso organizó grupos antidesastre y participó en
la implementación de aparatos médicos como los ventiladores. Desde que era
estudiante se dedicó a recoger testimonios médicos y a hacer crónica sobre el
desarrollo de la medicina en Antioquia. Es profesional distinguido de la
Sociedad Colombiana para el Estudio del Dolor, ha escrito varios libros sobre
anestesia, la historia de la medicina, los cuidados paliativos y el dolor en la
fase terminal. Aprendió a
hablar de la muerte sin tapujos y ha ayudado a cientos de personas a despedirse
en paz. Es fanático de Charles Chaplin al punto de dictar charlas, crear
un festival y coleccionar más de cincuenta libros acerca de él. Hace años
aprendió a perder el pudor y por eso hasta tiene nombre artístico: “Maqroll, el
magiero’, en honor a Álvaro Mutis, otro de sus ídolos.
¿Tiene
alguna experiencia en la que el dolor fue una revelación?
Tuve un paciente, —un niño de once años— con un cáncer
muy avanzado, al que no le sirvieron los tratamientos que le hicimos. Tenía mucho dolor, dificultad
respiratoria, se le brotaban los ojitos y no podía hablar porque se asfixiaba.
Era muy triste porque el niño Jesús le había traído un equipo de sonido y no
podía ni disfrutarlo. Ahí estaba empacado a un lado de la cama mientras él se
moría. La mamá y la abuela no
le dejaban aplicar nada porque Dios le iba a hacer el milagro. El niño sufría, ese es el
verdadero infierno, el que está antes de morir. La mamá decía que Dios
iba a mostrar su grandeza. El problema es que la grandeza es aceptar la
situación. El dolor hay
que calmarlo, en la fase terminal también hay que tener calidad de vida y
dignidad.
¿Cómo es estar en contacto permanente con historias
terminales?
Elizabeth
Kubler-Ross dice que los moribundos son los maestros. Yo creo lo mismo.
Cuando empecé a estudiar el dolor, lo hice como la mayoría de los médicos,
desde lo científico, que en
ocasiones, olvida al paciente que lo sufre. Después profundicé sobre el
cáncer, la tanatología, los cuidados paliativos. Uno aprende a respetar el sufrimiento de cada uno.
Lo más duro es trabajar con los niños, lo hacen llorar a uno. Hay pacientes que tienen
tus mismos gustos y cuando se sientan al frente, es como un espejo que te
golpea. Unos van más adelantico hacia la muerte, otros más atrás. En esto, uno aprende a poner los
pies sobre la tierra. Cada paciente es una representación del género humano con sus miedos,
sus historias. Cuando yo doy una conferencia me acuerdo que detrás de
mí, hay un montón de pacientes que me enseñaron. Les explico que siempre que hablemos de la muerte será
una aproximación, porque ni en la de nosotros sabemos qué va a pasar.
¿Qué
es el dolor?
Es
una sensación desagradable, producida por un daño real o aparente de los
tejidos. Hay dolores que no tienen origen y no se pueden identificar.
Hay otros agudos y crónicos. Hay dolores externos, viscerales, dolores
neuropáticos. Cicely Saunders, fundadora de los auspicios y los cuidados
paliativos, fue la médica que mejor lo definió. Ella hablaba del dolor total
donde está la pérdida económica, de la belleza, del trabajo.
¿Cómo obran los analgésicos en el cuerpo?
Todos
los medicamentos tienen diversas zonas de influencia. El dolor produce una
energía eléctrica y se anestesia en ese punto de entrada, o también en la
conducción, es decir en las terminaciones nerviosas, es lo que se conoce como
bloqueo. Hay drogas que actúan directamente en la médula central, que es
donde se producen los impulsos dolorosos. También se puede trabajar en las vías
que ascienden de la médula al cerebro, se sabe que este órgano tiene unas vías
descendentes que mandan órdenes y liberan morfinas —las producidas por el hombre se llaman
endorfinas—. Eso se refuerza con bloqueos, analgésicos, parches que
producen anestesia, infiltración con anestesia local. Es el armamentario
farmacológico para tratar el dolor. Hay droga intravenosa, subcutánea, en
goteo. Yo profundizo, más
allá del dolor, en aspectos como la angustia, la despedida, el pavor, la
frustración de no ver crecer a los hijos, el no cumplir sueños. Todo eso es
sufrimiento.
¿Cómo funciona la anestesia?
La primera aplicación de éter data de 1846. Hoy en día no
sabemos exactamente cómo obra. Se sabe que trabaja en ciertos centros que
tienen que ver con la disociación entre la mente y el cerebro, el conocimiento
y el recuerdo. Se llega a la insensibilidad frente al dolor.
¿Qué es lo más insólito que hace la gente en busca de
sanación?
Los
enfermos, amenazados en su fuero físico, sicológico y social empiezan a mandar
promesas, a caer en manos de charlatanes que los explotan económicamente. En la
fase terminal también hay negocio. Cuando la gente es ignorante, compra
esperanzas porque está dispuesta a lo que sea. Meterse en agua caliente, tomar baños, productos
derivados de animales. Yo soy respetuoso. No creo mucho en las cosas que
son tan milagrosas sin ninguna investigación, sobre todo en donde hay que pagar
un dinero. Esa platica se necesita tal vez en necesidades básicas, en pasajes,
en una matrícula de los hijos. Yo les digo: “Si Dios te va a hacer el milagro, te lo hace con un
padrenuestro y un agua aromática”.
¿Usted es creyente?
Creo en algo superior que es
inmanente, inefable. Cuando uno abraza a los moribundos y los siente temblar,
se da cuenta de cómo se despiden, cómo huelen, cómo se arrepienten y cómo
encuentran una serenidad, ahí se manifiesta la divinidad. Una tranquilidad
absoluta, “un entregarse a los hados”, como decían los antiguos. Yo no trabajo
con la religión, las religiones te dan un montón de respuestas pero lo que
realmente ayuda es la espiritualidad. Los momentos de reencuentro con uno
mismo. Donde uno habla con su dios que es uno mismo y con uno mismo que es su
dios. El cerebro es tan grande que se crea sus propios cielos e infiernos y sus
propias eternidades. Yo trabajo en la esencia de lo humano que no tiene
máscaras, con el paciente al que ya han visto los mejores médicos y sabe que
desde la parte médica no hay respuestas. Aquí es difícil encontrar ateos,
agnósticos, una cosa es ver venir la muerte, y otra cosa, es hablar con ella de
frente. Por eso la gente cambia cuando está amenazada.
¿Cómo asume la muerte?
Uno enfrenta, de lejos, la muerte del otro. Como decía
Cervantes: “La muerte y el
dolor de los otros son los más fáciles de soportar”. Cada uno va a tener
su propia experiencia, pero también sé que ya tengo 73 años, he vivido
plenamente y me siento contento de lo que he hecho. No me arrepiento de nada.
Sé que me falta mucho menos de lo que llevo. Me gusta mi trabajo. Los que trabajamos con personas
al final de la vida, debemos ser buenos lectores y eso de lo que hablan los
grandes humanistas, es lo que uno ve reflejado todo el tiempo. El ser humano no
cambia. La misma inquietud, los mismos miedos, la misma búsqueda del sentido de
la existencia. Los médicos a veces estudiamos muchas fórmulas y técnicas
quirúrgicas, pero como excusa para no hablar con el ser humano.
¿Cuál es el valor de morir en la casa?
En
la casa están los recuerdos, las fotografías, las risas de los hijos, la lucha
por todo lo conseguido. Los pacientes ancianos, los que tienen
alzheimer, de alguna manera se orientan, tocan, oyen. Están con los suyos. En los hospitales no dejan
entrar a toda la familia a la vez. Hay momentos en los que se quiere abrazar a
los seres queridos, tal vez pedirles perdón. En el hospital te cuidan
por onzas, por turnos, por drogas. Lo que he visto es que mundialmente hay una lucha por recuperar la
muerte ecológica, eco viene de la raíz oikos, que quiere decir casa.
¿Cómo es eso de que no da “sentidos pésames”?
Uno se hace amigo de estos pacientes y sus familias.
Ellos acompañan a su familiar, uno presenció las caricias, las muestras de
afecto. Cuando falta el
ser querido, yo los felicito por ese amor que le tuvieron, por esa dedicación.
Todo eso trae tranquilidad, y aleja la culpa y la frustración.
¿Y eso sirve también a la hora de hacer un duelo?
Claro, esta mañana, por ejemplo, vino una familia del
oriente antioqueño. Una pareja con sus dos hijas. El papá tenía un cáncer de
próstata, no estaba muy enterado y tuve que decirle la verdad. Al hombre se le
salió una lágrima y entonces le dije a la mayor: Marina, vení, parate, abrazá a
este viejo que te dio la vida. Viene el abrazo, un silencio sepulcral, el
sollozo, yo mantengo una musiquita de fondo y hay un momento extraordinario. Uno sigue siendo un
papá, una mamá, un maestro hasta el final. Hemos tratado de medicalizar
la muerte y eso es un error. Se
medicaliza, pero la parte humana sigue siendo esencial.
¿Qué rituales tiene con sus pacientes?
Yo
los miro a la cara, les sonrío, les doy la mano, los ayudo a entrar, procuro
que mi ambiente sea agradable. Chaplin me ayuda de alguna manera,
mantengo una velita, una imagen sagrada, el olfato, la música y sobre todo la
sonrisa. A través del
tacto se logran muchas cosas y es lo último que pierde el moribundo. Les
ayudo con las necesidades fisiológicas: dolores, diarreas, insomnio, asfixia y
las preguntas casi siempre son las mismas: ¿cierto doctor que no me estoy
muriendo en este momento?, ¿Qué puedo seguir luchando?
El humor siempre está presente en su vida. ¿Qué
representa?
Cuando éramos estudiantes de medicina teníamos un grupo
que se llamaba el Circo de las pulgas. Parodiábamos personajes de la historia.
Aprendí mucho de la comedia del cine mudo del siglo XX. Yo me río de mí mismo.
Incluso ante la muerte, a veces llega un momento cómico. La risa más interesante
es la de Chaplin, yo la llamo una risa fúnebre. El humor para mí es muy importante y lo manejo en la fase
terminal con los pacientes. Ellos a veces tienen un humor macabro. Hay gente
que muere con una sonrisa. El secreto está en aprender a reírse de situaciones
de la vida diaria.
¿Cómo
es ese momento previo a la muerte?
Esa
parte final de la agonía es misteriosa. Ocurren una serie de fenómenos de los
que han hablado algunos siquiatras. Del túnel, las voces, la música, el momento
de reencontrarse con seres queridos que lo esperan a uno, esto viene desde el
año 500 años a.C. Los moribundos entran a unos jardines o edenes y ahí se
quedan. Todo eso es inventado por el cerebro. A Hermes lo pintaban
también de marinero para que les fuera familiar a los que iban a subir a la
barca sobre el río de Ultratumba. Pareciera que encuentran una calma. Hoy están estudiando la
relación con algunas drogas como la ketamina que es un anestésico, porque parece que cuando uno
se está muriendo libera una serie de sustancias parecidas. Se llaman drogas
sicodislécticas porque expanden la mente como el ácido lisérgico, —la droga más potente conocida por el hombre—.
¿Según
eso, los momentos postreros tienen que ver, en la mayoría de los casos, con
sensaciones dulces?
El
80 por ciento.
¿Cuál ha sido la muerte cercana más dura para usted?
La de mi papá. Cuando todavía no tenía colegas que
trabajaran en esto. Él fue un luchador, maestro de escuela, que levantó a doce
hijos. Se fue a pasear con mis hermanos y cuando vino por la tarde, mi mamá
dijo, a lo García Márquez: “Jesús no es el mismo”. Lo empezamos a examinar y tenía una serie de pequeñas
hemorragias o infartos cerebrales. Así se fue quedando. Nos reunimos y
le pregunté: ¿Papá vos por qué estás tan tranquilo? ¿No te da miedo morirte? —Porque uno está
tranquilo cuando ha cumplido, —me contestó.
Usted es capaz de hablar sin rodeos sobre la muerte ¿Por
qué?
Los
médicos se alejan de ese momento. Yo trabajo en esto por las respuestas de los
moribundos, por los momentos de poesía, de sublimación, de sentido. Si todo
fuera tragedias, trasnochos y depresiones, nadie lo haría.
Ha
acompañado a muchas personas en sus últimos momentos…
Muchísimas.
Niños, recién nacidos, ancianos. Los niños lo interrogan a uno. A uno le
dio un tumor cerebral, llegó muy débil, le hice magia y se asombró, le regalé
un juego de naipes. Después me lo encontré en el hospital mientras pasaba
ronda. La mamá me dijo que ya estaba muy mal. Me acerqué y ya no abría los
ojitos. Le dije: —¿te acordás del mago? —me apretó la mano y luego murió.
¿Qué
asuntos atormentan a los moribundos?
Algunos
necesitan resolver asuntos íntimos, hijos no reconocidos, relaciones por fuera
del matrimonio, etc. —Vos sabés que esta enfermedad ya no tiene más remedio,
¿qué querés al final? ¿estar en el hospital? ¿querés que te reanimemos si hacés
un paro cardíaco? —Les pregunto. Son asuntos muy reales ya.
¿Qué piensa de la eutanasia?
Yo ni la estudio, ni la aplico
ni la defiendo. Eutanasia es tener la intención de matar a alguien y llevarlo a
cabo, no soy capaz de hacerlo con alguien que quiero sabiendo que lo puedo
sedar, dormir. Hay
agonías que se demoran y eso tiene que ver con que el agonizante tiene mensajes
no solamente para él mismo sino para sus seres queridos. Cada uno va madurando
y aceptando a su tiempo. Yo siempre busco, al final, irme a dormir tranquilo, seguro de que no
cometí este error o que maté a alguien. Cada que muere un paciente siempre le
dedico unos minutos de reflexión, los posibles errores o lo que debo hacer en
el futuro. Sin embargo estoy de acuerdo con que se normalice. Para mí sería muy
duro que me buscaran porque resuelvo problemas en un día. Eso de que esperen
que a las seis ya está muerto para que hablen con la funeraria, no soy capaz.
Mi compromiso es ayudarle a calmar el dolor y a esperar la muerte sin
sufrimiento. He escuchado que en Bogotá hay un médico que cobra cerca de
dos millones por sus servicios.
¿Ha tenido situaciones incómodas o fuera de lugar?
Una vez llegó una señora con el esposo que tenía
alzheimer. Finalmente ella
quería que el esposo se muriera antes de octubre porque tenía una visita social
muy importante y no quería tener ese problema. Le expliqué mi parecer.
Un tiempo después, me reuní con la familia, lo fui a ver a donde lo tenían,
hasta que la mujer apareció con los dos hijos y con un médico especialista que
me miraba. Como a los
veinte minutos me va diciendo: —¿lo va a matar o no?, sino para irnos.
Otro día, me reuní con un señor en el hospital. Llevó a
la señora que tenía un cáncer avanzadísimo. Ella me pidió que fuera honesto y le conté la situación.
El señor enfureció y me amenazó con demandarme por haberle dicho la verdad a
ella. Hace años, recibí una llamada de una señora que me pedía ver a su
esposo. —Se llama Orlando Contreras (el cantante), —me dijo. Lo conocí, me
regaló sus discos. Tenía un cáncer ya terminal. Se ponía un sombrero, un
colgandejo y un saco. Yo me sentaba en la salita, él ponía el equipo con su
música y dirigía la orquesta imaginariamente mientras cantaba. Cuando llegaba a
las partes agudas empezaba a llorar. Le receté morfina. Después murió, y como
al mes me llegó una citación de la fiscalía que decía: “Asesinato en la persona de Orlando Contreras”.
Eso me dañó dos muelas de la presión, se puso en duda mi buen nombre. Yo había
hecho todo bien. Para acabar de ajustar, lo cremaron y no había forma de
investigar. Finalmente el caso prescribió.
Para usted, ¿el arte es una
forma de vivir?
Claro, el arte, lo humano, las
cosas bellas, las que lo hacen reflexionar a uno. La cultura, la historia. Para
mí son fundamentales las emociones que produce el arte.
La música también es otra de sus aficiones, ¿Cómo le va
como músico?
Toco un poco de guitarra clásica y recibo clases una vez
a la semana. Me gusta cantar tangos y boleros.
¿Alguna
vez lo tildaron de loco?
Cuando
empecé a trabajar con los moribundos, uno pasaba y la gente hacía la señal de
loco con el dedo. La mayoría de la gente piensa que ahí ya espantan.
¿Hay discriminación con respecto a los moribundos?
Sí
claro, eso se llama la muerte escondida o escamoteada, de eso no se habla. Te
tenés que comportar como si no te estuvieras muriendo porque no es bueno que se
muera gente en los hospitales. Cuando te morís, te sacan en un cajón, te
ponen sábanas encima y flores para disimular la salida. El coche fúnebre está
por la parte de atrás. Los médicos no pueden hablar de la muerte. En los
congresos, mucha gente prefiere no entrar. Cuando empezamos a trabajar en esto,
había que animar a las personas para que entraran a escuchar las charlas. Es un tema tabú. Por eso
se dice que la medicina es una profesión apática. Si hacés una encuesta entre
los estudiantes de medicina y los médicos, un setenta por ciento no ha visto morir a nadie.
Porque la muerte es un dato de laboratorio y la muerte trascendente no importa.
El cardiólogo mira la
muerte por cardiología, el neurólogo de acuerdo al tumor. Por eso es tan
duro trabajar con los médicos que están en fase terminal. Son los pacientes más
difíciles. El médico siempre
trata de estudiar, de investigar. Hay médicos a los que se les está muriendo
algún ser querido de un cáncer agresivo y quieren saber qué es lo último en
linfomas o leucemias cuando el hijo o la esposa necesitan un abrazo, una
lágrima. Es un escapismo. Muchos médicos, cuando se enferman, se vuelven
unos expertos en su enfermedad y empiezan a tratarse a sí mismos.
¿Se
puede percibir la muerte cuando va a sobrevenir?
Sí,
Hipócrates la describió. Se arruga la frente, las sombras alrededor de los
ojos, se perfila la nariz, la frialdad del cuerpo. En el paciente hay una pérdida
del brillo en la mirada, una lejanía. Despiden un olor que algunos autores
describen como descomposiciones, cambios fisiológicos, de muerte celular, se
pierde humidificación de los tejidos.
¿Algún
caso paranormal que le haya tocado presenciar?
El
que se muere de verdad, ya no regresa. Eso es mentira. Y si regresa es que
nunca hubo muerte en primer lugar. La catalepsia es una muerte aparente.
Estaba en Abriaquí, un pueblo al que fui a trabajar jovencito. Íbamos a jugar
un partido de fútbol cuando llegó un señor gritando que su hijo se estaba
muriendo. Me puse la ropa y salí. En la iglesia doblaron las campanas en señal
de duelo. Fuimos a la casa. A la mamá del supuesto muerto le estaban dando
aguas aromáticas, a ‘Toño’ lo tenían en una pieza con los cuatro siriales, ya
con la mortaja. Hice salir a la gente y le sentía pulso. —Será el de él o el
mío, —pensaba. En el maletín llevaba coramina, un reanimador que se usaba en
esa época. Entonces se la
puse. Toño se movió. —¡Milagro!, —gritaba la gente. Él sufría de ataques
epilépticos y tenía una catalepsia. Empezaron a llevarme gente hasta de
un solo ojo porque creían que hacía milagros. Él único que se enojó fue el de
la funeraria, que me mandó a decir: “Díganle al médico que si va a seguir así, me va a quebrar”.
¿Qué interpretación hace de la experiencia de la vida?
Lo
importante para mí es capturar la esencia de lo humano, entender que somos
terrenales, que estamos un tiempo y que hay que aprovechar. Por eso la
famosa película de la Sociedad de los poetas muertos, del Carpe diem que quiere
decir “aproveche el
momento”. Yo lo aprovecho. Leo mucho, me adapto a las circunstancias.
Trato de aprender de los momentos duros, de los insomnios, de los pacientes que
lo ponen a uno a reflexionar.
¿Le teme a la muerte?
De
pronto sí. Pero me siento satisfecho con lo hecho. Los libros
publicados, los alumnos a los que he formado, la familia que tengo, los
pacientes que he despedido, y lo que me han enseñado. Sé que tengo mis años y
cualquier día que pase aliviado y con ganas de seguir es una ganancia, pero
también tengo presente que
de un momento a otro viene la enfermedad, el infarto, el accidente y estoy
tranquilo en ese sentido, pero que me pegue esparadrapos para no
dormirme y meta las piernas en agua helada como hacen muchos pacientes que le
tienen pavor a la muerte, no. —¿Pero por qué tanto pavor?, —les pregunto. No me muero de miedo así, le tengo respeto.
Es “Mysterium, tremendum et fascinans”, pero uno sabe que tiene que pasar ese
camino.
¿Cómo le gustaría morir?
Yo
vengo de una escuela religiosa de terror, a nosotros nos enseñaron oraciones
donde le pedíamos a Dios que no nos diera muerte repentina porque era
considerada pecaminosa. Todo esto ha cambiado en los últimos treinta
años. Antes uno se fijaba
cómo era la muerte y más allá, la del dios condenador, unas penas eternas, el
purgatorio, una cosa de terror impresionante. Hoy se habla de cómo se llega a
la muerte sin tanto dolor, sin tanto sufrimiento. Uno se va quitando un montón
de cucarachas. En mi trabajo personal, les puedo ayudar más a los pacientes que
un sacerdote. Les digo: —ya te podés morir, no luchés más, has dado testimonio,
ya estás tranquilo, te reuniste con la familia. Hay gente que necesita un
permisito. Algunos preguntan: —¿Doctor por qué no me he muerto? Yo les
pregunto: —¿Qué te falta?,
a lo mejor hablar con alguien, llamar a un hijo, resolver algún problema,
fijate a ver qué te falta.
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