Un apego sano protege a un niño en
situaciones de riesgo y fomenta su autonomía y la exploración.
Un apego malsano lo vuelve inseguro y ya como adulto es dependiente
y desconfiado.
El reto para los padres es darle al
hijo dos pilares básicos en la vida: seguridad y autonomía emocional y social.
Se cree
que un 60% de las personas
tienen un apego o lazo afectivo seguro, confían en sí mismas y saben solucionar conflictos.
Toman
buenas decisiones, tienen
alta autoestima y son resilientes, sensibles y aprenden de sus errores.
Un niño criado con apegos castrantes o
malsanos se convierte en un adulto desequilibrado, inseguro, frío y controlador.
Debido
a la dependencia tiene
altos niveles de angustia y se muestra como un ser desconfiado y pegajoso.
Él se
aferra en las relaciones buscando seguridad y protección, como si pensara así: “Solo no puedo. No sé si
obtendré lo que necesito”.
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