“Tenemos
tantas cosas para matar el tiempo que ya nunca tenemos tiempos muertos. Yo,
como todos, me estoy enloqueciendo.
Yo
no soy yo, como usted ya no es usted, o no es usted
solamente. Somos nosotros,
más las prótesis a las que vivimos conectados: aparaticos de bolsillo,
objetos inalámbricos, pantallas titilantes, jueguitos, una lista infinita de
personas on-line, como felinos al asecho, que interrumpen para lo más anodino,
lo más importante o lo más fútil.
Es imposible pasar una hora (otros un minuto)
sin controlar dónde está tal, por dónde viene aquel, quién ha escrito o no ha
escrito, cómo sigue tal otra, con quién está tal cual. Todo se va convirtiendo
en mensajes breves e instantáneos. Mis amigos ya no vienen a comer y a conversar a mi casa: vienen
a revisar sus correos y a mandarse mensajes mientras fingen que su mente está
conmigo.
No,
su mente está en todas partes, y una fracción está también aquí, pero en
realidad tienen el cerebro dividido en gajos de atención, como si fuera una
naranja, y a nadie le dan la fruta entera. No son ellos
completos los que me están haciendo una visita o teniendo una conversación
seria.
¿Cómo pueden chatear y chuparse un helado al
mismo tiempo?
Cada vez noto más, cuando me llaman, que en
vista de que estoy mirando al mismo tiempo la pantalla del computador, mi atención es flotante, no del
todo presente en la situación, y a duras penas consigo entender lo que me están
diciendo.
Cada
vez noto más, cuando yo llamo, que a mí también me prestan una atención
distante, distraída, de cerebro dividido en varias funciones al tiempo. No hay
concentración, no hay secuencias, hay saltos.
Estamos
rodeados por mareas de autistas hiperactivos y dispersos. Ya no hay quien crea
que alguien está hablando solo o está loco cuando va por la calle hablándole al
viento: no, está hablando con alguien a través de un micrófono inalámbrico y un
audífono invisible. Ya no hay nefelibatas, ya nadie vive en las nubes: todos
están conectados a algo o a alguien todo el tiempo: pasan trotadores conectados
al ipod, no dejan de chatear o de mandarse sms.
Antes había casos, cuando el avión aterrizaba,
de unos pocos adictos que corrían a fumarse un cigarrillo; ahora nadie parece
adicto porque todos lo somos: lo primero que hacemos cuando el avión toca tierra es prender el
teléfono. Y hasta hay idiotas que gritan en la cabina: “recuerde que
esto que le estoy diciendo es muy delicado y muy confidencial”, pero lo
esparcen a los cuatro vientos.
Al montarme al carro pienso en las llamadas que haré para no perder
tiempo mientras esté en semáforos largos o en embotellamientos de
tráfico. No hay tiempo muerto, no hay un instante para estar ensimismado, para mirar el paisaje, para
recoger los pedazos del alma, para armar el rompecabezas de las ocurrencias,
para rumiar una frase que se quiere escribir, para pensar en algo que se oyó o
que se nos ocurrió, en
suma, para aclarar las ideas.
Me atormenta la vida el hecho de pasar el día
entero frente a una pantalla (ya muchas menos horas del día las paso frente a
las páginas de un libro o frente a la contemplación sedosa y sedentaria de un árbol, un lago o
una montaña) salpicando entre temas, con una atención dispersa. Hay
quienes dicen que si el
cerebro no descansa con una pausa en los estímulos, poco se aprende.
Todos parecemos muchachos con déficit de
atención: saltando de una
cosa a otra, saltando aquí y allá, enloquecidos. Si alguien mete las
patas ya no se da un codazo: se manda un mensajito por el Blackberry.
La
televisión ya es un mueble viejo: a nadie se le ocurre pasar el tiempo
concentrado en un buen programa. Comparada con las nuevas
tecnologías, la televisión parece tan anticuada como un libro encuadernado en
pergamino. ¿Qué es una telenovela, comparada con la telenovela real del
Facebook o del Twitter?
Ya no hacemos casi nada porque nos pasamos el
tiempo haciéndolo todo al mismo tiempo y hemos descuidado las verdaderas cosas
importantes… Ya no estamos
aquí porque nos la pasamos conectados a otra parte, en otro mundo”...
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