No
implica caer en una obsesión dañina.
La
salud es un tesoro con el cual podemos hacer tantas cosas: trabajar, estudiar,
servir, rezar.
La
salud es un tesoro frágil: basta un poco de viento, una comida defectuosa o un virus
para que la enfermedad entre con fuerza en la propia vida.
Para
proteger la salud, tomamos precauciones, pedimos ayuda,
suplicamos a Dios que nos la conserve o la devuelva.
La
salud, entonces, es también una tarea. Estamos llamados a protegerla en lo que respecta a nosotros y a quienes tenemos a nuestro lado.
Trabajar por la salud, ciertamente, no implica caer en una obsesión
dañina que nos impida realizar obras buenas y correr algunos riesgos al ayudar a otros.
Tenemos
salud no como un fin en sí mismo, sino como un medio para mejor disponer de
nuestro cuerpo, nuestra mente y nuestro corazón para amar y servir.
¿Y qué ocurre cuando una enfermedad breve o
una enfermedad que se hace crónica obstaculizan nuestros deseos de vivir para los
demás?
En muchos casos, la enfermedad deja espacios para obras de servicio quizá
pequeñas, pero no por ello menos valiosas.
Basta con pensar, con la tradición de la
Iglesia, en lo que
significa ofrecer los propios dolores, unidos a los de Cristo, para el
bien de otros (cf. “Catecismo de la Iglesia Católica”, nn. 1521-1522).
Como reza un himno de la liturgia de las horas
en español, podemos
pedirle a Dios fuerza para cuando nos llegue una enfermedad: “Que, cuando llegue el dolor, que
yo sé que llegará, no se me enturbie el amor, ni se me nuble la paz”.
Dios
me concede un nuevo día. Con la salud recibida podré
dedicarme a amar. Con los
pequeños sufrimientos que lleguen me uniré más a Cristo y así colaboraré en la
difusión de Su Amor en el mundo...
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