Las personas que padecen el
trastorno genético de la analgesia congénita no sienten ningún tipo de dolor
físico.
Parecería
que no sentir dolor podría garantizarnos una vida libre y sin penurias
asociadas al malestar físico, pero la realidad es otra: la incapacidad de
experimentar dolor -que es una de las formas que tiene el cuerpo para indicar
que algo le está causando daño- nos coloca en una situación de alto riesgo.
Estos
son precisamente algunos de los temores con los que vive Steven Pete, un
estadounidense de 31 años que nació con analgesia congénita, un raro trastorno
genético que le impide sentir ninguna clase de dolor físico.
"Tenía unos cuatro o cinco meses cuando me
diagnosticaron", contó Pete. "Me habían empezado a salir los primeros
dientes y ya me había comido casi un cuarto de la lengua", recuerda.
"Me llevaron al pediatra. Él pasó un encendedor por la
planta de mi pie y esperó hasta que me saliera una ampolla. Cuando vieron que
ni me inmutaba, empezaron a pincharme la espalda. Yo seguía sin reaccionar. Al final llegaron a la
conclusión de que tenía analgesia congénita".
La analgesia congénita, (CIP, por sus siglas en inglés), es
un desorden genético que afecta a una persona en un
millón. Hay
varios tipos, pero en su forma más general, quienes la padecen experimentan
todo tipo de sensaciones excepto dolor.
Pueden sentir que se están cortando, la vibración de un
golpe o el calor intenso que provoca el contacto con una superficie caliente,
lo que no perciben es el dolor asociado a estas experiencias.
Este trastorno no tiene cura
y, básicamente, lo único que puede hacer las personas que viven con CIP es
evitar las situaciones que representen un riesgo.
Para los adultos como Steven, el día a día con esta
condición es manejable. Él
trabaja, tiene una esposa, tres niños y vive una vida relativamente normal.
Pero durante los primeros años de vida, especialmente para
los padres, la vida familiar puede convertirse en una pesadilla.
"De
niños, mi hermano ya fallecido (que también sufría de analgesia congénita) y yo
vivíamos entrando y saliendo del hospital a cada rato", señala Pete.
"Cuando estábamos fuera de la casa, y a veces adentro
también, mi madre nos ponía un casco en la cabeza para que no nos golpeásemos.
Y de bebés, nos ponían medias gruesas en las manos para que no nos mordiésemos
los dedos", dijo.
"Me acuerdo una tarde de verano, en que mi hermano y yo
estábamos jugando en el jardín. Entré corriendo a la casa y mi madre se pegó un susto horrible cuando
vio todo el piso lleno de sangre. Me había clavado un pedazo enorme de
vidrio en el pie y no me había dado cuenta".
Pese a que ya pasaron casi 20 años, Blaine Tolby, el
pediatra que atendía a Steven y Chris de pequeños, todavía se acuerda de cuando
la madre de los chicos trajo a uno de ellos al consultorio con múltiples
heridas.
"No recuerdo bien cuál de los dos niños era, pero
resulta que la madre lo había enviado a la habitación en la segunda planta por
estar castigado, y de repente lo vio entrar por la puerta de la cocina como si
nada. El niño, sin más ni más, había saltado por la ventana", recordó
Tolby.
Curiosamente, lo que más le trae complicaciones en la
actualidad es otra de las características asociadas a la analgesia congénita: la falta del sentido del olfato.
"Me
intoxiqué comiendo comida podrida millones de veces. Pasa que pongo
cosas en el refrigerador y me olvido. Resulta que después las como y no me doy
cuenta de que están en malas condiciones", dice riendo.
Y es
que pese a las dificultades que enfrenta, Steven nunca ha perdido el sentido
del humor.
"Tener una actitud positiva
ayuda, y la mayoría de gente que he conocido con este trastorno enfrenta la
vida así", explica.
NOTA: HASTA SENTIR DOLOR ES NECESARIO
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