Es
plato de soltero, de separado, de echado de la casa, de vago, de bien y de mal
casado, de ocupado, de enemigo personal de la comida de muchos trinchetes, de
facilista, de sujeto escaso de equipaje en materia gastronómica.
De perezoso, de informal, de cómodo, de no me jodan con
comidas fusión.
Porque
el matrimonio de arroz con huevo es el mejor casado de cereal con proteína, un
nutriente perfecto.
Me gusta porque se puede “maridar” con vino, chocolate,
café, agua; porque se deja
acompañar de arepa o pan, y se le puede vaciar un frasco de salsa de tomate y
sabe mejor.
Porque se puede comer con cuchara o tenedor, porque la yema del
huevo que queda esparcida en el plato se puede recoger con la arepa (ojalá con
el pan); mejor todavía,
con el dedo.
Porque no tenés que ponerte a lavar harta loza, porque quita el hambre, no engorda, no enflaquece, porque el
arroz es del carajo, así sea solo, frío o caliente.
Porque la exigente faúna de los dietistas no tiene nada
contra el arroz con huevo.
Porque
se puede comer frito, “arroz a caballo”, o revuelto con el huevo, porque
es el plato colombiano más
popular.
Porque nadie le ha hecho un poema, porque se puede mezclar:
una vez comés arroz con huevo, otra vez huevo con arroz; porque pueden ser dos
los huevos.
Porque
estéticamente esa mezcla se ve bien sobre el plato, porque está listo en par
patadas, porque es barato (hasta Bill Gates lo puede comer), porque uno lo aprende a preparar sin
haber ido a la universidad.
Es plato de analfabetas culinarios.
También el Papa lo puede preparar en la claustrofobia de
su celibato.
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