"...
Entonces Jesús les dijo: ?Vayan por todo el mundo, anuncien la Buena Noticia a
toda la creación. El que crea y se bautice, se salvará. El que no crea, se condenará.
Y estos prodigios acompañarán a los que crean: arrojarán a los demonios en mi
Nombre y hablarán nuevas lenguas; podrán tomar a las serpientes con sus manos,
y si beben un veneno mortal no les hará ningún daño; impondrán las manos sobre los enfermos y los
curarán..."
Marcos 16,15-18
En el Evangelio de hoy, somos testigos de un mandato imperativo de Cristo a sus
apóstoles para que prediquen su palabra a todas las naciones. Esa misma misión apostólica,
incumbe, de modo especial a los sucesores de los apóstoles, que son los
obispos en comunión con el Papa, sucesor de Pedro.
Pero no sólo ellos, sino toda la Iglesia ha nacido con
este fin: propagar el
Reino de Cristo en cualquier lugar de la tierra para gloria de Dios Padre, y
hacer así a todos los hombres partícipes de la Redención salvadora. Cualquier clase de actividad de
la Iglesia dirigida a este fin, recibe el nombre de apostolado, el cual
la Iglesia lo ejerce por medio de todos sus miembros, aunque ciertamente de
diversos modos. Por este motivo, la vocación cristiana es, por su misma naturaleza, una vocación al
apostolado. Hay una
diversidad de funciones, pero una única misión. A los apóstoles y a sus
sucesores les confirió
Cristo el ministerio de enseñar, santificar y de gobernar por su propio nombre
y autoridad. Pero los laicos cumplen en la Iglesia en el mundo su
función específica dentro de la misión de todo el pueblo de Dios.
Es verdad que Dios actúa directamente en el alma de cada persona por medio de su
gracia, pero al mismo tiempo, hay que afirmar que es voluntad de Cristo, expresada en este y
en otros textos, que los
hombres sean instrumento o vehículo de salvación para los demás hombres.
En este sentido, el Concilio Vaticano II enseña: "Les ha sido
impuesta, por tanto, a todos los fieles la gloriosa tarea de esforzarse para
que el mensaje divino de la salvación sea conocido y aceptado por todos los
hombres de cualquier lugar de la Tierra".
Más adelante, Jesús explica con claridad que la fe y el bautismo son requisitos
indispensables para alcanzar la salvación. La conversión a la fe de
Jesucristo, ha de llevar directamente al bautismo. Por este motivo, es muy importante no retrasar el
bautismo de los niños. El Código de Derecho Canónico explica la
necesidad de que los niños sean bautizados: "Los padres tienen el deber de procurar que los
niños reciban el bautismo en las primeras semanas; acudan cuanto antes
al párroco, al nacer o incluso antes, a pedir el bautismo del hijo y la debida preparación de
ellos".
Finalmente, meditemos la parte final de la lectura de
hoy. En ella podemos entrever
cómo en los primeros tiempos del cristianismo los hechos milagrosos anunciados
por Jesús se cumplieron de modo frecuente y visible, y de esto existen
abundantes testimonios históricos en el Nuevo Testamento y en otros escritos
antiguos. Era muy
conveniente que así sucediera para mostrar al mundo de una manera palpable la
verdad del cristianismo. Más tarde, se han seguido realizando milagros
de este tipo, pero en menor número, como casos más excepcionales. También es
conveniente que sea así, porque por un lado, la verdad del cristianismo ya está
suficientemente atestiguada; y por otro, para dar lugar al mérito de la fe.
De
todos modos, Dios sigue realizando milagros a través de los santos de todos los
tiempos, también de los actuales.
Marcos 16,15-18
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