No somos los dueños de nuestro destino, ni
individualmente, ni como nación. ¿Cómo podemos jactarnos de controlar nuestro
destino cuando un virus puede paralizar a decenas de miles?
¿Cómo puede nuestro país insistir en que nosotros, con
nuestro poderío militar, nuestra tremenda riqueza y nuestras alianzas con otros
países, somos los dueños de nuestro propio destino, cuando la historia
demuestra que Dios fue quien diseñó el curso de esta nación?
Estamos atrapados en una corriente de la historia que no
podemos controlar. Hay un solo poder que puede cambiar el curso de la
historia, y es el poder de la oración: la oración de hombres y mujeres que creen en Cristo y
reverencian a Dios.
Pero hoy, hemos llegado a un
punto en que muchas
personas consideran que la oración es una mera formalidad. No tenemos el
sentido de buscar ese acercamiento con Dios, sino, más bien, de cumplir una
tradición venerable. Pero ¿cómo
podemos seguir adelante si no hacemos un nuevo énfasis en la oración?
Miles de personas oran solo en tiempos de gran tensión,
peligro o incertidumbre. Cristo les enseñó a sus seguidores que oraran
siempre. Tan fervientes y tan directas eran las oraciones de Jesús que una vez,
cuando Él había terminado
de orar, sus seguidores se acercaron a Él y le dijeron: “Señor, enséñanos a
orar” (Lucas 11:1).
De tapa a tapa de la Biblia se encuentran relatos de
personas cuyas oraciones fueron contestadas; personas que cambiaron la
dirección de la historia por medio de la oración; personas que oraron
fervientemente, y Dios contestó. Abraham oró, y mientras él oró, Dios no destruyó la ciudad de Sodoma,
donde vivía Lot, el sobrino de Abraham.
Ezequías oró cuando su ciudad era amenazada por el
ejército invasor de los asirios comandado por Senaquerib. Todo el
ejército de Senaquerib fue destruido y la nación fue librada por una generación
más… porque el rey había orado.
Elías oró, y Dios envió fuego del cielo para
consumir la ofrenda del altar que él había construido en presencia de los
enemigos del Señor. Eliseo oró, y el hijo de la sunamita resucitó de los
muertos. Jesús oró junto a la entrada de la tumba de Lázaro, y el que había
estado muerto durante cuatro días salió, vivo. El ladrón crucificado oró, y Jesús le aseguró que iba a
estar con Él en el paraíso. Pablo oró, y nacieron iglesias en Asia Menor
y en Europa. Pedro oró, y Dorcas resucitó para poder servir a Jesucristo varios
años más.
John Wesley oró, y llegó el avivamiento a Inglaterra.
Jonathan Edwards oró, y llegó el avivamiento a Northampton, Massachusetts
(EUA), y miles de personas se sumaron a las iglesias. La historia ha
cambiado una y otra vez a causa de la oración, y puede cambiar de nuevo si hay
personas que se ponen de rodillas y oran con fe.
¡Qué cosa gloriosa sería si
millones de nosotros hiciéramos uso del privilegio de orar! Jesucristo murió
para hacer que esta comunión y esta comunicación con el Padre fueran posibles. Él nos dijo que hay gozo en el
cielo cuando un pecador se aparta del pecado para buscar a Dios y susurra la
sencilla oración: “Dios, ten misericordia de mí, que soy pecador”.
Cuando los discípulos fueron a
ver a Jesús y le pidieron que les enseñara a orar, el Salvador respondió
dándoles la petición modelo: el Padrenuestro. No obstante, eso solo fue parte
de su sagrada instrucción. Hay
decenas de pasajes en que Jesucristo ofrece otras indicaciones, y dado que Él
practicaba lo que predicaba, toda su vida fue una serie de lecciones sobre la
oración constante. Jesús tuvo solo tres años de ministerio público, pero nunca
estaba demasiado apurado para pasar horas orando.
A diferencia de Él, ¡cuán poco tiempo y con cuán poca
intensidad oramos nosotros! Cada mañana, recitamos a las apuradas partes de
versículos que aprendimos de memoria y nos despedimos de Dios por el resto del
día, hasta que nuevamente a las corridas le enviamos algunas peticiones finales
por la noche. Este no es el programa de oración que Jesús diseñó. Jesús
rogaba durante mucho tiempo y en repetidas ocasiones. Está escrito que pasaba
noches enteras suplicando fervorosamente. Pero ¡qué poca perseverancia, qué
poca persistencia demostramos nosotros en nuestros ruegos!
La Biblia dice: “Oren sin
cesar” (1 Tesalonicenses 5:17). Este debería ser el lema de todo seguidor de
Cristo Jesús. Nunca deje de orar, por oscuro y desesperante que parezca su
caso. Una mujer me escribió cierta vez para contarme que había estado rogando durante
diez años para que su esposo se convirtiera, pero él estaba más endurecido que
nunca. Le aconsejé que continuara orando. Tiempo después, volví a tener noticias de ella. Me contó
que su esposo se había convertido gloriosa y milagrosamente cuando ya hacía
once años que ella estaba orando. ¡Imagine si ella hubiera dejado de orar a los
diez años!
Con frecuencia, nuestro Señor
oraba solo, apartado de toda distracción terrenal. Quisiera instarle a que
elija una habitación o un rincón de su casa donde pueda encontrarse con
regularidad con el Señor. Esa
oración callada, escondida, en la que el alma se encuentra con Dios acercándose
a su presencia puede ser la bendición más grande para usted.
Cuando observamos la vida de oración de Jesús, notamos la
intensidad con que Él oraba. El Nuevo Testamento dice que, en Getsemaní, Él
clamó a gran voz; que en la intensidad de su súplica, cayó de bruces en
el terreno húmedo del huerto; que rogó hasta que su sudor era “como gotas de
sangre” (Lucas 22: 44).
Muchas veces, hacemos
peticiones mezquinas, ejercicios de oratoria, usando palabras de otros, en
lugar clamar desde lo más profundo de nuestro ser. Muchas veces, cuando vamos a
orar, nuestros pensamientos divagan. Insultamos a Dios al hablarle con nuestros
labios mientras nuestro corazón está lejos de Él. Supongamos que estamos hablando con una persona muy
importante; ¿permitiríamos que nuestros pensamientos divaguen por un instante,
acaso? No; estaríamos profundamente interesados en todo lo que se diga
en esos momentos. ¿Cómo,
entonces, nos atrevemos a tratar con menos respeto al Rey de reyes?
Jesús nos enseña por quién
debemos interceder. ¡Cuán sorprendentes son sus instrucciones, y su ejemplo!
Nos dice: “Oren por
quienes los ultrajan y los persiguen” (Mateo 5:44). Debemos rogar por
nuestros enemigos y pedir a Dios que los lleve a Cristo y, por Él, los perdone.
Las primeras palabras que
Jesús pronunció desde la cruz, después que los gruesos clavos habían atravesado
sus manos y sus pies, fueron de intercesión por quienes lo habían crucificado: “–Padre –dijo Jesús–,
perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lucas 23:34). ¿Cuántos de
nosotros hemos pasado algún tiempo orando por nuestros enemigos?
También nos dice la Biblia que
oremos por la conversión de los pecadores. Cierta vez, escuché un intercambio
de ideas entre algunos líderes sobre cómo comunicar el evangelio. Ni una sola vez mencionaron la
oración Pero sé que hay decenas de iglesias que tienen muchas conversiones
todos los años, solo como respuesta a la oración. Si hay una persona
conocida nuestra que necesita a Cristo en su vida, debemos comenzar a orar por
ella. Nos sorprenderemos al ver cómo Dios comienza a obrar.
Una lección más que Jesús enseña es la victoriosa
seguridad de que Dios responde toda petición sincera. Los escépticos pueden
cuestionarlo, negarlo o burlarse. Pero Cristo mismo hizo esta promesa: “Si
ustedes creen, recibirán todo lo que pidan en oración” (Mateo 21:22).
Debemos confiar en esa promesa. Nuestro Padre es dueño de todo, y Él “les proveerá de todo lo que
necesiten, conforme a las gloriosas riquezas que tiene en Cristo Jesús”
(Filipenses 4:19).
Dios puede derrotar a cada uno de los
enemigos de su alma y defenderlo a usted de todo peligro. Nada es imposible para Él.
No hay tarea demasiado ardua, no hay problema demasiado difícil, no hay ninguna carga demasiado
pesada para el amor de Dios. Él conoce completamente el futuro, con sus
miedos y sus incertidumbres. Acuda a Él y diga, junto con Job: “Mas él conoce mi camino; me
probará, y saldré como oro” (Job 23:10, RV60).
No ponga su voluntad por
encima de la voluntad de Dios. No insista en hacer las cosas a su manera. No le diga a Dios lo que
tiene que hacer. Más bien, aprenda la difícil lección de orar como oró
el mismísimo Hijo de Dios sin pecado: “No se cumpla mi voluntad, sino la tuya” (Lucas 22:42).
Muchos de ustedes nunca han llegado a conocer a
Jesucristo como para orar en su nombre. La Biblia dice que el único
mediador entre Dios y el hombre es Jesucristo. Usted debe conocerlo, y debe orar en su nombre.
Así, sus oraciones serán dirigidas conforme a la voluntad de Dios.
Si no sabe cómo orar, comience
ahora mismo diciendo: “Dios,
ten misericordia de mí, que soy pecador”. Pídale a Dios que perdone todo su pecado,
transforme su vida y lo convierta en una persona nueva. Él puede hacerlo
hoy mismo como respuesta a una sencilla oración.
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