Demasiadas veces se relaciona la madurez con la pérdida
de facultades mentales. Pero especialistas en el funcionamiento del cerebro
aseguran que no tiene por qué ser así.
Las
pruebas de coeficiente intelectual que comparan el rendimiento de mayores y
jóvenes suelen dar una puntuación más alta a estos últimos por una simple
cuestión de entrenamiento: los estudiantes están más habituados a resolver
pruebas de este tipo que los que dejaron la escuela o la universidad hace
varias décadas.
Sí es cierto que un cerebro joven tiende a resolver los ejercicios con más
rapidez que uno adulto. Pero eso no es necesariamente negativo, ya que
la lentitud está motivada por una experiencia que ha enseñado a la persona a filtrar más posibilidades
antes de llegar a una respuesta.
A partir de cierta edad, sin embargo, un cerebro apelmazado por una actividad
sedentaria, con muchas horas frente al televisor, empieza a volverse lento y a
tener problemas de memoria. Así como a los pacientes con una larga
hospitalización les cuesta volver a caminar, porque han perdido tono muscular,
también las facultades intelectuales requieren un entrenamiento diario. Para
lograrlo, vamos a cuidar de nuestro centro de operaciones con un plan de
antiaging.
Las monjas de
Mankato
Se pone como ejemplo de longevidad intelectual una
comunidad de monjas de un recóndito lugar de Minnesota (EE UU) llamado Mankato.
Desde hace tiempo interesa a los investigadores del envejecimiento cerebral, ya que muchas de estas mujeres
superan los 90 años y hay una cuantas centenarias, la mayor parte de
ellas con una asombrosa agilidad mental.
Una monja de esta comunidad, Marcella Zachman, fue
portada de la revista Life porque impartió clases hasta los 97 años. Otra
hermana, Mary Esther Boor, no se jubiló de su trabajo hasta los 99 años.
El profesor David Snowdon, de la Universidad de Kentucky,
investigó por qué entre estas mujeres hay un índice de demencia senil y otras enfermedades mentales
muy inferior a la media. La respuesta es que las monjas de Mankato hacen todo
lo posible para mantener la mente ocupada en su vida cotidiana.
Compiten
en concursos, resuelven pasatiempos y mantienen debates, además de escribir en
sus publicaciones, dirigir seminarios y dar clases. Según Snowdon, el
estímulo diario revitaliza los conectores del cerebro, que tienden a atrofiarse
con la edad, haciendo que se ramifiquen y creen nuevos vínculos.
Estudiosos del cerebro humano han demostrado que la red
neuronal del cerebro nunca es la misma, ya que, dependiendo de nuestra
actividad, fortalecemos unas conexiones a la vez que debilitamos otras. Cada
experiencia enciende su propio patrón de neuronas, por lo que el mapa cerebral
cambia sin cesar.
Ésa es la buena noticia: puesto que el buen estado de los circuitos
del cerebro depende de lo que hacemos con él, podemos evitar la pérdida de
facultades mentales tonificando nuestra materia gris con retos y estímulos de
calidad.
La regla de las
10.000 horas
Este es el tiempo que necesita aplicarse a una misma
actividad cualquier persona para alcanzar la maestría.
Contrariamente a lo que se cree, el cerebro de un genio
no es diferente del de alguien común y corriente, tal como se comprobó en la
disección del de Einstein. Todos
tenemos más talento para unas disciplinas que para otras, pero lo que distingue
a la persona brillante del resto son esas 10.000 horas que ha dedicado a una
misma cosa, sea el violín, la informática o la gestión de un negocio.
Esta regla también se aplica al rendimiento del cerebro.
Según los neurólogos, cuando
lo mantenemos ocupado a través de la lectura, la creación artística o el juego,
aumenta la llamada memoria automática, que es la que nos permite hacer cosas
sin pensar en ellas.
Es el caso del ajedrecista que, en los primeros compases
de la partida, mueve sus piezas sin tener que cavilar. O el de un pianista de
nivel que interpreta una compleja partitura mientras habla con alguien. Su
esfuerzo y constancia les han procurado un seguro de vida para sus facultades
intelectuales, que operan incluso sin que intervenga la conciencia.
Algunos ejemplos de que la agilidad mental no está reñida
con la edad fueron Miguel
Ángel, que dio luz a sus mejores obras de los 60 a los 89 años, hasta su último día de vida.
Goethe terminó su obra
maestra Fausto a los 82 años. Y un escritor más cercano a nosotros, José Saramago, sigue manteniendo
a los 87 años una más que envidiable actividad literaria.
Su secreto tiene dos ingredientes básicos: trabajo e
ilusión.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
Por favor, escriba aquí sus comentarios