La calle ensordecedora aullaba alrededor de mí.
Esbelta, delgada, de luto riguroso, toda dolor solemne,
una mujer pasó, haciendo que con su mano fastuosa
se alzaran, oscilaran el dobladillo y el festón;
ágil y noble, con piernas de estatua.
Yo, crispado como un
excéntrico, bebía
en sus ojos, cielo lívido
donde germina el huracán,
la dulzura que fascina y el placer que mata.
¡Un relámpago… y en
seguida, la noche! Fugitiva
belleza
cuya mirada me ha hecho de pronto renacer,
¿no volveré ya a verte hasta la eternidad?
¡En otra parte, muy lejos
de aquí!, ¡muy tarde!, ¡quizá nunca!,
pues ignoro adónde huyes, y
no sabes adónde voy,
¡oh tú, a quien yo hubiera amado, oh tú, que lo sabías!
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