En un duelo tienes dos opciones: enfocas todo tu ser en la vida o te
entregas a la pena centrado en la muerte y el pasado.
En la segunda eliges no creer que ese ser
vive, que lo perdiste y, por lo mismo, el dolor no para y punza el alma.
Dejas que tu mente se la pase en el ayer recordando la fecha de la
muerte y lo que hacías con ese ser querido y ya no puedes.
Vas al cementerio que es un lugar de muerte y te aferras a lo que ya no
es él: sus cenizas y sus pertenencias.
Peleas con Dios que no te quitó a tu ser amado, te culpas o culpas a
otros, cuestionas y no aceptas la dura realidad. ¡Estás muerto en vida!
Es duro pero si enfocas tu ser en la vida crees que tu ser amado está
mejor que acá y se volverán a encontrar porque vive.
Duele, pero aceptas la separación física, olvidas
la fecha de su partida, no vas al cementerio ni te apegas a sus cenizas o posesiones.
Estás en paz con Dios, aceptas lo sucedido como parte de un plan ya
elegido antes de encarnar para aprender y enseñar.
Centras tu mente en el ahora sin torturarte con
preguntas y disfrutas a los que aún tienes a tu lado en lugar de ignorarlos. Eliges vivir.
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