No sé bien por qué, pero casi
todos le damos importancia a "la primera vez" de algo. Y queremos compartirla con alguien: una
persona que entienda nuestro gesto afirmativo, esa clara intención de la
mirada, el mensaje de nuestra mano apretando la suya.
Tal vez
por eso me sentí tan triste al caminar la cuadra y media hasta la playa de esa
pequeña ciudad que mi conocimiento estrenaba. Iba a ver su mar por primera vez.
Sola. Triste y asustada, porque la soledad me asusta, me vuelve chiquita y
desamparada.
Fue
como si todos hubieran sido invitados a una fiesta y yo apareciera sin mi tarjeta
y sin conocer a los dueños de casa.
Cada
cual estaba en lo suyo: los chicos entrando y saliendo del agua, las madres
llamándolos, los jóvenes concursando su belleza o jugando a la pelota paleta,
el oleaje bordando la blanquísima filigrana de la espuma, el viento levantando,
cada tanto, una arena de oro pálido que la luz transformaba en lentejuelas
mínimas agitándose con movimientos de pandereta. Apreté el bolso contra mi pecho y busqué un lugar frente
al agua infinita.
Me
senté con las piernas encogidas, los anteojos negros, las manos sosteniendo las
rodillas, y fue como si me hubiera vuelto invisible. Ya nadie me veía. Pasaban
frente a mí, detrás de mí, pero yo no existía.
Éramos
solamente ese inconmensurable mar bullente y movedizo, un poco azul, un poco
verde, tan murmurador y yo.
Yo necesitando a todo el mundo y
sin nadie que necesitara de mí. Ese arrogante mar y esta aturdida mujer.
Una
niñita se acercó con su balde rojo y su mamá la llamó:
- "No molestes a la señora que está
pensando"... ¿algún cuento? Y me sonrió con una sonrisa que se despedía.
¿Qué
pensaría, en realidad, la gente de los que escribimos o de los que hacemos algo
que ellos creen que no pueden hacer?
Quizá de haber sido yo otra...
hubiera llenado el baldecito con agua y la mamá de Sol -así se llamaba la
niñita redonda y bronceada- hubiese charlado conmigo de lo que se habla en la
playa.
Ella no
sabía que yo era una extraña, sino que extrañaba, que quería hacer un pozo en
la arena para juntar almejas, pero no me atrevía, que quería zambullirme en las
rápidas olas, pero me daba vergüenza, que me molestaba el sol en la nuca, pero
no podía cambiar de posición y volverme visible. Así, sentada, ovillada, quieta, muda, sola en el estreno
de una obra que hubiese podido ser hermosa y divertida, pensé en otros días, en
seres que me acompañaron: armé rostros queridos y lejanos, resucité palabras
dichas tiempo atrás.
Me
encontré con culpas, alegrías y fantasmas.
Todos
los mares que conocía resonaron en mi mente su ruido de caracola apoyada en la
oreja.
Todos los mares aletearon con
las alas grises o blancas de sus gaviotas siempre hambrientas.
Todos
los mares burbujearon sus azules copiados del cielo, de los nomeolvides, de las
violetas postreras del invierno y sus verdes encabritándose en las primaveras
de hojas nuevas, pero en todos había estado con alguien, acompañada.
Y yo
decía: "allá va un pájaro" o "un velero tan blanco" o
"¿pescarán algo esos hombres?" o "ese chico tan bello"... y
quien estaba a mi lado giraba su cabeza mirando, o me señalaba algo, también,
para que yo mirara, y el mundo era entonces tibio y seguro como un nido de dos
manos puestas en forma de cuenco para dar toda el agua mansa de la ternura,
toda el agua transparente de la compañía.
Cuando
la playa quedó casi desierta me levanté para marcharme.
En la arena estaba la forma de
mi cuerpo: allí permanecería hasta que la verde mano del mar la emparejara,
borrándola, borrándome.
Me quité
los anteojos para limpiar los vidrios empañados, que casi no me dejaban ver.
Pero
mientras regresaba al hotel me di cuenta de que no, no eran los vidrios.
Era yo, llorando.
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