Nuestra alma no necesita sólo agua, sino la serenidad y la paz que da el silencio. Nada florecerá en quien no vive en paz.
Llegué al Collado del Acebal en tiempo de lluvias.
Nunca había visto caer tanta agua en tan poco tiempo, así que enseguida comenté a todos mi asombro ante los torrentes que pasaban ante nosotros deslavando los campos y convirtiendo los caminos en auténticos ríos.
Sin embargo las montañas y los valles estaban muertos y parecían amasados de fango y tristeza. No pude ocultar por más tiempo mi perplejidad:
- ¿Por qué no están verdes los valles y las montañas si cae tanta agua?
Y uno de los más ancianos me dio una palmada en la espalda y me dijo:
- El agua es muy buena, pero ahora es violenta. Espera y verás.
Esperar no fue fácil. Los truenos estallaban por las noches con tal ímpetu como si una manada de bisontes galopara por el tejado. Fuera sólo había agua y más agua. Pero, como dijo el anciano, era un agua voraz, más insoportable para los campos que el sol del desierto... pero era agua, sólo agua.
A los pocos días amainó el temporal y, al pasar la época de lluvias, una gran serenidad se adueñó del clima. El sol salía y se ocultaba trazando en el cielo un recorrido limpio de nubes. Así, en medio de la calma y de la paz, la región floreció y se convirtió en un vergel como nunca antes había visto.
Nuestra alma no necesita sólo agua, sino la serenidad y la paz que da el silencio.
Nada florecerá en quien no vive en paz.
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