Tres pacientes con este problema narran cómo es su lucha
diaria con los alimentos.
Nelly
Dos
pollos. Enteros. Con papas, arroz, arepas y un litro de gaseosa. Eso es
lo máximo que ha llegado a
comerse Nelly en un almuerzo. Ocurrió hace cuatro meses. Y no se sentía
llena. En otra ocasión llegó a comerse dos bandejas paisas.
Trata de levantarse de la silla. Se empuja con las manos.
No puede. Su hija le da la mano, la toma con fuerza y de un solo impulso la
ayuda para que quede de pie. Un gesto de dolor intenso se dibuja en su rostro.
Las piernas le tiemblan. Da pasos leves, cortos, como arrastrando un lastre.
Con ojos de terror y voz temblorosa, esta antioqueña de
47 años reconoce que
padece un fuerte trastorno de ansiedad por la comida, que la convirtió
en obesa mórbida (pesa 165 kilos) y la tuvo postrada en una cama durante los
últimos cuatro años, sin dejarla parar ni siquiera para ir al baño.
El pasado 30 de mayo los bomberos la rescataon de su casa, en Medellín, en un
operativo con 20 hombres, grúa, lazos y camillas. Pesaba 180 kilos. Desde
entonces, emprendió una batalla que no está segura que pueda ganar: con la
comida.
En la fundación Gorditos de Corazón, la misma que
promovió su rescate, recibe orientación nutricional, psicológica y
psiquiátrica. "Si no hago algo ya, me voy a morir", admite, pese a
que ya ha bajado 15 kilos y ha vuelto a caminar.
"Soy muy compulsiva. Cada vez quiero comer y comer más", cuenta
Nelly, separada de su marido hace 13 años. De hecho, cree que el divorcio le
disparó la ansiedad.
"Mi
única meta es comer y comer, lo que se me atraviese. Y todo lo que me gusta me
hace daño, sobre todo los fritos. Comiendo me refugio en mis problemas",
asiente.
Ha querido que le hagan la cirugía del bypass gástrico,
para que le reduzcan el tamaño del estómago. Pero afirma que en su EPS no se la
han autorizado.
Precisamente la limitada cobertura del sistema de salud
es uno de los principales problemas que atraviesan estos pacientes. "Las personas con trastornos en la alimentación se le
salieron de las manos al Estado", advierte Salvador Palacios, un
hombre que llegó a pesar 180 kilos y que luchando contra su obesidad terminó
fundando Gorditos de Corazón, una asociación que ha ayudado a más de cinco mil
personas, con trastornos con los alimentos, a mejorar su calidad de vida.
Los altos costos de un bypass gástrico y del tratamiento
de por vida que debe recibir el paciente después de la intervención -explica
Palacios- desbordan la capacidad del sistema. Y tampoco se brindan los
tratamientos multidisciplinarios de prevención, atención médica, psicológica,
nutricional y psiquiátrica que necesita un obeso mórbido.
Sin embargo, agrega Palacios, con un tratamiento riguroso
los comedores compulsivos pueden controlar la ansiedad y el sobrepeso.
"Es que estas ganas de comer no se pueden controlar,
por más que uno quiera", lamenta Nelly y enumera todos sus males: un dolor
en los riñones que no la deja acomodarse en la cama, tanto que prefiere dormir
sentada; siente cuchilladas en la columna, los pies, los tobillos y las
rodillas. Y sabe que está cerca de la diabetes y la hipertensión.
Andrés Felipe Pérez, psiquiatra que lleva varios años
trabajando con pacientes con este diagnóstico, explica que el problema nace, en gran parte, en la
cabeza. Esto, cuando afrontan dificultades con el centro de la saciedad,
que regula biológicamente la ingesta de alimentos en el cerebro. "Sienten como si no se
llenaran", afirma el especialista.
A esto se suman las preocupaciones y los problemas emocionales y en
la autoestima. "En muchos casos el aumento de la ingesta produce
una sensación de tranquilidad, aunque eso es momentáneo", añade Pérez al
enfatizar en que el manejo de la mente se les suele salir de control a estas
personas.
El
drama de Julián
Julián tiene 21 años, pesa 132 kilos y afirma que no lo
afecta ser gordito. Pero ya, por fin, comprendió que si no le pone freno a esas
ganas desbocadas de comer puede terminar muy mal.
Tuvo que salirse de la universidad, donde cursaba quinto semestre
de odontología. Su gordura le generó apnea del sueño.
"Me
decían que me quedaba dormido por pereza. Pero no. Ahora, mientras le hablo, me
puedo quedar dormido", cuenta. Se puede dormir manejando, mientras
para en un semáforo. Y eso llena de angustia a María Eugenia, su madre, que
solo le permite sacar el carro si está acompañado. Aunque él se escapa en el vehículo, precisamente,
a comer.
En el colegio hizo mucho ejercicio. Pero al entrar a la
universidad le regalaron un carro y nunca más volvió a ejercitarse. Y empezó a
comer y comer, dice, por el goce que representa deleitarse con sus platos
favoritos: las comidas rápidas.
"No como tanto por hambre, sino por ansiedad". Su récord es tres hamburguesas
gigantes, con doble carne, huevo y tocineta. Tan grandes que cada una cuesta
28.000 pesos. Y otra vez ganó un concurso: engulló 15 perros calientes y
no pagó la cuenta.
"A veces ni siquiera me puedo poner los zapatos y
eso es muy frustrante", narra con la voz agitada. También lo frustra salir
de compras y no conseguir nada que le quede bien. Tiene que mandar a hacer la
ropa.
El especialista explica que los problemas de salud
asociados al sobrepeso comienzan
con el síndrome metabólico. Los tejidos grasos hacen que aumente la
presión arterial y los triglicéridos. Y esto puede conducir a diabetes y a
enfermedades cardiovasculares que, en muchos casos, terminan en infartos.
También
suele aparecer la apnea del sueño, como es el caso de Julián, que surge
cuando se altera el mecanismo respiratorio por un componente de origen
aparentemente nervioso que bloquea el estímulo de la fase inspiratoria cuando
el paciente empieza a dormir.
Durley era una comedora compulsiva. Pesaba 127 kilos
cuando le practicaron el bypass. Y bajó 40. Sin embargo, no siguió la dieta que le ordenaron,
dice, por temor a que le gustara de nuevo la comida. Y se refugió en el dulce.
Hoy, Durley, licenciada en filosofía de 31 años, soltera, pesa 90 kilos.
"Sí, volví a ser obesa", gruñe la joven al
afirmar que le cogió odio a la comida. Solo come galletas y tostadas
integrales, y a veces pequeños trozos de carne y queso.
"Detesto
la comida", asegura Durley al explicar que todo este problema le ha
desencadenado serios problemas de depresión. "No le encuentro sentido a la vida. Nada de lo que
como me sabe bueno. Vivir así es un infierno", lamenta la joven.
Últimamente, cree que por la falta de calcio, le ha dado
por comer ladrillo raspado. "Sí, ladrillo, como el que come jabón o
tierra", dice con desesperanza. Ya no sabe qué hacer, aunque sigue
recibiendo orientación psicológica.
"A la gente le queda muy fácil criticar sin saber lo
traicionera que es esta enfermedad. Es que el problema no está en el estómago:
está en la cabeza", opina la joven.
En Bogotá y Medellín hay sedes de la Asociación de
Comedores Compulsivos Anónimos (www.oacolombia.org) que reúne a 100 personas
con esta patología.
Se congregan dos veces a la semana a compartir sus
angustias. "Hay cosas
que los demás no entienden. Por eso lo que hacemos es escucharnos y apoyarnos,
porque sabemos lo que nos sucede", comenta una de las directoras
del grupo y explica que allí comprenden
la enfermedad desde lo físico, lo psicológico y lo espiritual.
Según
esta mujer, educadora de profesión, a los comedores compulsivos no les pueden
pedir fuerza de voluntad.
"Nuestra
mente nos engaña. Esto es una adicción. El problema no es la comida: es lo que
nos obliga a comer".
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