Todas
las noches muero. A las ocho en punto. No puedo parar de
pensar que sólo me quedan ciento ochenta segundos de vida. Sé que debo vivirlos
sin pensar en mi muerte, pero no puedo. Me ahoga la angustia. Sólo puedo
pararme, inmóvil, a tres baldosas de la puerta, a esperar el final. Intento no recordar la infancia
para no llorar. Detesto llorar. Odio recordar las viejas noches de silencio, no
lo soporto. Pero tampoco soporto el bullicio de mi muerte. Ahora el
tiempo se mutila, recorta sus patas, ya no camina, cojea hacia mí, me suplica
que lo compadezca, llora a mis pies, me suplica que le tenga paciencia. Pero él
es cruel conmigo, y yo soy orgullosa y vengativa. No lo perdonaré. Porque ya
faltan 10…9…8 segundos y desde adentro escucho los amenazantes pasos en el
corredor. 7…6… y las llaves, presas en su círculo, cuchichean, se burlan de mí.
5…4… una puerta pesada se cierra con violencia; eso parece, pero en realidad
ese ruido sordo fue una grave carcajda. 3…y los pasos se acercan a mi puerta, o a la que era mi
puerta. 2… y siento cada impulso nervioso, cada movimiento muscular, el
traquear de los huesos ajenos, el brazo que se adelanta para hacer timbrar el
sonido que hace infartar mi corazón, el sonido que yo identifico como el de la
muerte. Mis latidos aumentan, la presión de mis venas es insoportable y me
hincha la cabeza, estoy a medio segundo de una apoplejía. 1… Llegó la hora. Es el final. Ya no hay
silencio, ya es pura bulla, puro ruido contaminante; lo oigo afuera y adentro,
porque por más que intente concentrarme puedo oir la sangre reventar las
arterias, constreñirse mi aorta; ya es oficial, lo siento, y estoy muerta. ¡No!
¿Dónde estoy?, veo todo negro, ahh! Ahí está el tomate, y ahí la carne, pero
que rápido se fue, no pude comer, no llegué a tiempo. No, no llegué porque ya estoy muerta y los muertos
no caminan, pero nadie se ha dado cuenta. Creo que estoy en una iglesia,
pero no me agrada la idea, siempre las aborrecí, aunque para cualquiera podría
ser una bendición ir a la iglesia cuando se muere. Para mí es un castigo. Lo
baldío pasó a ser un trigo que sabe mal, porque ya no me gusta más este lugar
tan frío. El aire entra
por la puerta eclesiástica y eso me enferma más. Intento embutirme todo
de una vez y salgo corriendo a mi encierro, para ver si vuelvo a respirar. Aire fresco, un poco
contaminado, pero ya me siento como un pez marino que mordió un anzuelo, se
desangró ante las risas de la gente, y ya agonizante, aunque con un poco de
vida, lo depositaron en agua dulce; agua es agua. Empiezo a revivir,
pero ya no es igual. Sólo cuando el reloj digital marque las doce, volveré a
nacer, y el tiempo y yo nos conciliaremos otra vez. Entonces será un nuevo día en que el crepúsculo
comienza faltando tres minutos para las ocho.
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