Uno de los cambios fundamentales que
traerá la pandemia del Coronavirus es la depreciación de las grandes ciudades. La aceleración del teletrabajo, su conveniencia y bajo
costo relativo se sumará al muy alto costo que tiene en términos de salud
publica vivir en grandes ciudades. La pregunta que nos haremos todos y
que seguramente nos hacemos desde ya, es: ¿qué valor tiene vivir en metrópolis como Bogotá, NY,
Londres o el D.F., si puedo hacer mi trabajo desde la sala de mi casa o el
estudio?
La
pandemia nos demostró lo
que en un escenario normal nos hubiera demorado décadas en terminar de entender
y es que, vivir apeñuscados probablemente genera más efectos negativos que
positivos. Estoy hablando de trancones, inseguridad, poco espacio,
contaminación y burbujas inmobiliarias.
El coronavirus hace que la transacción
trabajo en la oficina versus una vida más barata y sana se haga cada vez más
costosa. Si un
trabajador de calidad puede hacer su labor desde su casa o una ciudad con un
costo de vida más bajo y probablemente con una mejor calidad de existencia,
¿cuál es la razón para que se deba trasladar a una ciudad contaminada, caótica
e insegura? ¿Qué sentido tiene vivir en un apartamento pequeño en Bogotá, mientras que por el mismo precio
puedo tener una casa más grande y tal vez un poco de verde en una ciudad más
pequeña?
Las empresas también empezarán a ver el
valor que tiene que sus empleados vivan mejor y sean más productivos. La conversación de hoy demuestra
que todos los que hemos hecho teletrabajo por estos días hemos tenido más
reuniones, más discusiones y hemos entregado más horas de trabajo que en
condiciones normales. Simplemente
no tenemos trancones que soportar ni aviones que tomar. También las compañías,
especialmente las de servicios, entenderán que no es necesario tener tanto
edificio suntuoso con infraestructura cara, cuando pueden ahorrarse esos
costos, hacer más felices a sus empleados y ganar más dinero, con solo dejarlos
trabajar remotamente. Es
simplemente el cambio del paradigma: vale más la contribución intelectual que
un puesto tibio con poca productividad.
Por su puesto esto no aplica para
todos. Se necesitan
trabajadores esenciales que mantengan la infraestructura y las redes, pero la reducción de personas
trabajando desde el mismo sitio bajará desatorando el embudo que hoy por hoy
existe en los grandes centros urbanos. Un alivio.
La educación también pasará por esa
transformación. A la
fuerza los grandes centros educativos están entendiendo que tiene más valor el
contenido de sus clases que sus propias instalaciones. Las clases virtuales se volverán la norma y los
encuentros de interacción personal serán reducidos a lo estrictamente
necesario. Será un escenario de gente que aprende más rápido, frente a los que
aprenden más lento.
El futuro probablemente traerá más
familias viviendo en ciudades pequeñas y en los suburbios donde el aire es más
limpio, el contacto con las masas es reducido y la vida más simple, segura y
calmada. Cada vez
habrá menos incentivos para montarse en un avión, meterse en un trancón,
subirse a un ascensor y hacer fila, arriesgando la vida y la salud. Quedarse en casa será entendido
como un privilegio, incluso
la norma, pero nunca como una obligación.
Esto también significará oportunidades
enormes para las empresas.
Sus inversiones dejarán de darse en mega infraestructuras, para pasar a
competir por los mejores y más efectivos canales de distribución. El mundo de los negocios será
más de Amazon y menos de centros comerciales, mientras que en términos
de política pública las naciones podrán dedicarse menos a las construcciones de
metros y más a las de carreteras seguras y alcance de salud.
El futuro pinta bien. Regresar a lo
básico y a la tierrita, para los que tenemos origen en la provincia, no es algo
malo. El sueño de la gran ciudad acaba de morir frente al beneficio de poder
respirar tranquilos. Lo bueno de esta pandemia, porque la vamos a superar sin
duda alguna, es que podremos regresar a casa.
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