“Cuando se acabe el confinamiento, y
vuelvan a abrir los centros educativos, no quiero que haya clases. No quiero
que se “recuperen” los contenidos “perdidos”, ni que se amplíe el horario para compensar
las horas “sin aprendizaje” de este tiempo. Tampoco quiero que se envíen mil
deberes para abarcar las materias que no se pudieron dar.
Cuando vuelvan las clases, quiero que
los niños no estén en el aula, sino que estén al menos una semana corriendo,
saltando, ensuciándose, que vuelvan a casa con la ropa rota y los ojos
brillando. Quiero que
hagan barro, bailen y griten hasta quedarse sin voz; que tomen el sol durante
horas y horas, se revuelquen por los suelos y se rían hasta el agotamiento. Que
se besen y se abracen sin miedo.
Después de eso, y sólo después, que
puedan reunirse con sus compañer@s y maestr@s para reflexionar sobre la
experiencia que han vivido, cómo impactó a cada uno, sus familias, su barrio. Que expresen su comprensión,
dudas, sentimientos, anhelos, que puedan escuchar a los demás, que recuperen el
maravilloso hábito de mirarse y tocarse. Que sientan que aunque muchas cosas
cambian, otras permanecen.
Cuando acabe el confinamiento, quisiera
que nos planteemos si es más importante aprender las sumas con llevada, o las
reglas ortográficas, a toda costa a sin tener en cuenta para nada el contexto (personal, familiar, social) que
vivimos, o si tiene más sentido nutrir aquello que nos hace seres humanos más
solidarios, compasivos, comunitarios, soñadores. En definitiva, lo que
realmente nos puede salvar ante cualquier situación.)"
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