Me
había prometido a mí mismo que no escribiría ni una sola línea sobre la
epidemia del coronavirus. Pero de repente sentí que se me conmovía el corazón
con las imágenes que me enviaban por internet mis amigos, con las noticias que
me iban llegando de todos los rincones del país, con lo que mis propios ojos
podían ver desde el mirador del dormitorio.
Les pongo un ejemplo. Una noche de estas me asomé para
ver el reflejo rutilante de la luna sobre el agua del mar. No había un alma en
la calle. La gente
obedecía las órdenes de cuarentena.
Lo que encontré fue que en los edificios de apartamentos
las familias enteras estaban
asomadas en balcones y ventanales, aplaudiendo y vitoreando.
De inmediato llamé a averiguar qué era lo que pasaba. Me
contaron que, tal como sucedía a esa misma hora en el resto de Colombia, los cartageneros se habían unido
con cariño y entusiasmo al homenaje que se rendía a médicos, enfermeras y
auxiliares de salud por su heroica y arriesgada tarea en estas horas de
angustia.
De varios balcones empezaron a salir cánticos
improvisados: “Gracias, doctor: y gracias, hermanitas enfermeras”, “Dios se los pague en salud a
ustedes y sus familiares”. Un merecido y hermoso homenaje de amor y
gratitud.
¿Pintorescos y folclóricos?
Fue
entonces cuando sentí el primer síntoma de alivio en mi alma. La verdad es que
dos días antes había empezado mi propia cuarentena con una angustia en el pecho:
¿y si ahora lo que sale a flote es esa fama de indisciplinados, alocados y
desordenados que tenemos los caribes? ¿De indolentes y folclóricos? ¿O será,
más bien, que asumimos en serio esta emergencia?
Estaba pensando, con una grave inquietud, que esto podría convertirse en una
horrible tragedia si a la enfermedad del virus le añadíamos la indiferencia, la
infame consigna de sálvese quien pueda. ¿Seríamos pintorescos o
sabríamos responder como seres humanos? ¿La gente atenderá las instrucciones de
médicos y autoridades, o se irá a rumbear en los bares callejeros, ya que es
viernes?
La respuesta me llegó poco después, en unos videos
anónimos. Pequeños grupos de mujeres, en diferentes barrios de Cartagena, se
movilizaban bajo la noche en vehículos particulares con los vidrios subidos.
Las arrancamuelas
De súbito, el carro se detenía en una placita del centro
colonial. Le señora bajaba el vidrio. Llamaba a un hombre que llevaba una
canasta al hombro.
—Véndeme unas arrancamuelas —le pedía ella.
El hombre, que era un humilde vendedor ambulante, le
entregaba un paquetico de dulces.
—Son cinco mil pesos —le decía—, pero yo no tengo vueltos
para ese billete de 100.00.
—Quédate con él —le decía la señora, entregándole el
billete—. Es para que lleves algo de comer a tu casa.
El
hombre, entre incrédulo y conmovido, tendió la mano. Claro que no había vendido
nada en todo el día: los compradores habituales estaban, en buena hora,
encerrados en sus casas. La señora bajaba el vidrio, daba instrucciones al
chofer y seguía su marcha, en busca de otros necesitados.
¿Es el coronavirus otra prueba? ¿Tenemos que
replantearnos nuestra presencia en el mundo? ¿Llegó la hora de hacer un alto en
el camino y una rectificación?
La cárcel de San Diego
Lo más estremecedor de todo este episodio es que, a esa
misma hora, como lo demuestran las imágenes vivas que me mandaron unos colegas
periodistas, en Medellín estaba pasando exactamente lo mismo.
En la hermosa ciudad de las montañas, al otro lado del
país, una señora detuvo su automóvil para comprarle a otro vendedor ambulante
otro dulce: una cocada. Le pagó con trescientos mil pesos. Se los regaló con
amor y ternura. El vendedor se echó a llorar.
Mientras
tanto, en algunas cárceles del país se produjo un amotinamiento nocturno contra
las autoridades. Hubo más de 20 muertos. Los presos dijeron que no les estaban
dando atención médica ni autorizando visitas. Pero las autoridades replicaron
acusándolos de querer aprovechar la confusión para evadirse.
Y, a esa misma hora, como si fuera un designio de Dios,
me llega un paquete de fotografías enviado desde Bogotá por amabilidad de los
funcionarios de la Procuraduría Delegada para la Salud y el Trabajo.
Son imágenes de la cárcel femenina de San Diego, en
Cartagena, y en ellas se ve a varias reclusas anónimas sentadas frente a las
máquinas de coser, fabricando tapabocas para regalárselos a la gente.
El
mensaje que me llega adjunto a las fotos dice así: “Mientras otros reclusos en
el país se rebelan porque no les dejan entrar el virus a las cárceles, llevado
por las visitas, en la cárcel de San Diego hacen esto por la gente”.
Reaparecen los amigos
La
cuarentena sirve no solo para evitar contagios y nuevas tragedias, sino,
además, para que la familia pase unos días unida, aunque sea contra su voluntad,
y para que aparezcan los viejos amigos, aunque sea porque no tienen más nada
que hacer.
Uno de ellos fue mi compañero de colegio en épocas de la
antigüedad, y con él mantuve una cálida relación de camaradas hasta que, hace
unos años, nos distanció el ajetreo de la vida cotidiana, la falta de tiempo,
las correndillas y agonías del frenesí diario.
Pues
bien: en medio de la cuarentena me llegó un mensaje suyo. Me decía: “He pensado
mucho en ti, hermano querido, en esta emergencia. Son tiempos propicios para
renovar nuestros afectos. ¿Por qué nos perdimos el uno del otro? Pido al cielo
que tu familia y tú estén en buena salud. No volvamos a incomunicarnos nunca
más. No tengamos que esperar un virus que nos acerque de nuevo”.
El aire, el agua, los animales
Me levanto temprano el lunes festivo, abro las páginas de
EL TIEMPO mientras me tomo una taza de café caliente y encuentro una noticia
que acapara mi atención.
“Sustancial
mejoría en el aire que respiran los bogotanos”, anuncia el periódico. “Según
las 13 estaciones encargadas de medir la pureza del aire capitalino, por
primera vez está en niveles aceptables”.
Me enfrasco luego en las páginas de El Universal, el
diario local cartagenero, y me sorprende en primera página una foto hermosa,
rutilante, insospechada. “La
bahía de Cartagena vuelve a tener aguas cristalinas”, dice el titular.
La superficie del mar se ve asombrosamente azul y verde en aquella bahía tan
familiar, rodeada de edificios, puertos, murallas, y que hasta ahora era un
basurero de color barroso.
Como si fuera poco, varias personas, que habitan en esas
mismas orillas, me hacen llegar unos videos pasmosos. Los mensajes con que acompañan sus imágenes son un
canto de júbilo. Están llenos de alegría y de signos de admiración. Solo
contienen tres palabras: “Volvieron los delfines”. Ahí están,
jugueteando en el oleaje, como niños que se entretienen alegremente, mientras
las garzas, que están de regreso después de tanto tiempo, vuelan sobre ellos.
Y, como si faltara algo, una señora de Villavicencio, a
la que conocí el otro día en una conferencia, me envía fotos de una bandada que
pasa rasando sobre los techos de esa ciudad. “Mira esto”, dice ella. “Volvieron los pájaros al
Llano”.
Pido al cielo que tu familia y tú estén en buena salud.
No volvamos a incomunicarnos nunca más. No tengamos que esperar un virus que nos acerque de nuevo
El
diluvio universal
Entonces, sin poder evitarlo, es cuando resuelvo que,
contra mi propia promesa, tengo que escribir sobre el tema porque me parece
que, tras el virus, las
muertes dolorosas, el desempleo que se ve venir, la caída económica del mundo
entero, el miedo y el encierro, hay una especie de llamado de la naturaleza
divina. Llamado y advertencia.
¿Era necesario encerrar a la humanidad entera, aunque fuera
contra su voluntad, para que el hombre entendiera que no podía seguir por ese
camino? No es nada gratuito ni fortuito que, mientras la gente está ausente,
las aguas se purifiquen, los animales regresen, los pájaros vuelvan a volar, de
nuevo el cielo se ponga azul.
Mi
memoria se detiene en ese momento sobre un episodio de la historia humana.
Reconstruyo en silencio lo que pasó hace más de cuatro
mil años con el diluvio universal, que fue como el coronavirus de aquellos tiempos en la historia del
hombre.
Los
primeros textos que se conocen sobre el diluvio proceden de la Mesopotamia. En
ellos se cuenta que los dioses resolvieron castigar a los seres humanos para
que corrigieran su conducta y se enmendaran, ya que campeaban el odio entre
hermanos, la envidia, la maldad, el crimen.
Así quedó descrito en varias tradiciones hasta llegar a
la que acogieron judíos y cristianos en los primeros capítulos del Nuevo
Testamento: el diluvio que
castigó a los hombres y salvó a los justos, como Noé, su familia y los inocentes
animales que los acompañaban.
¿Es
el coronavirus otra prueba? ¿Tenemos que replantearnos nuestra presencia en el mundo? ¿Llegó la
hora de hacer un alto en el camino y una rectificación?
Los buenos colombianos
Me
duele en el fondo del corazón cada muerto por el virus. Cada noticia trágica.
Pero soy optimista. Saldremos fortalecidos de esta agonía. Con fe y esperanza
saldremos adelante.
Soy optimista porque me lo planteo de esta manera: los
verdaderos colombianos no somos como la corrupción que se roba el presupuesto
para la comida de los niños pobres, sino como las señoras que en diferentes
regiones buscan a los vendedores ambulantes para ayudarlos.
No
somos como los malos empresarios que destruyeron el sistema de salud, sino como
los médicos, enfermeras y auxiliares que se ganaron aquel aplauso de ventanas y
balcones.
No somos como los contratistas que se roban la plata
destinada a las carreteras y a los hospitales, sino como las reclusas de la
cárcel de San Diego, que cosieron tapabocas para regalarlos.
Epílogo
Cuando
ya voy llegando al final de estas líneas, me informan que grupos de empresarios
de Barranquilla y Cartagena, que a través de tantos años han sido más rivales
que competidores, y mantienen sus disputas y enconos, ahora se unieron para
repartir más de 200.000 mercados en los barrios pobres.
Y, tal como lo he visto en la prensa, lo mismo está
ocurriendo en pueblos y ciudades por todo el país.
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