Cierre
los ojos y respire hondo. Imagine un mar muy azul, transparente. Un poco más
cristalino.
Piense ahora en arena blanca, muy blanca, todavía más
blanca. La verdad es que este ejercicio lo hice muchas veces antes de viajar a
San Andrés, pero no fue
suficiente; el mar y las playas en esta isla del Caribe Colombiano, de
27 kilómetros cuadrados frente a las costas de Nicaragua, son mucho más bellos de lo que
pude imaginar. Este
es un lugar que cautiva desde el comienzo.
Antes
de ir a San Andrés, asegúrese de estar preparado para la diversión que le
espera en este trozo de Colombia en el Caribe.
Llego a San Andrés de noche con mi hermana Maite y mi
sobrino Abe, que han venido a visitarme. Los españoles lo hicieron antes, a
principios del siglo XVI, pero con las mismas se marcharon y dejaron vía libre
a puritanos ingleses, a sus esclavos y hasta a piratas como Francis Drake o
Henry Morgan, que presumieron de tener bajo su control este trocito de paraíso.
España nunca colonizó ni pobló esta isla, pero se la pasó
peleando por su dominio y gobierno. El asunto se zanjó en 1795 cuando la corona
española accedió a la petición de los británicos de permanecer allí a cambio de
someterse a España y a su estructura jurídica.
En
1822, San Andrés, Providencia y Santa Catalina -las otras islas que conforman
el archipiélago- pasaron a pertenecer a Colombia y, como nadie les hizo
mucho caso, mantuvieron su independencia económica y cultural, y su propio
dialecto: el créole.
Pero llega el siglo XX y, con él, el deseo del Estado
colombiano de catolizar, civilizar e hispanizar las islas. ¿Y qué hace?
Prohibir el créole en los colegios e imponer el español.
Desde
entonces, se vive una lucha constante por la defensa y la reivindicación de los
derechos isleños. Luciano nos recoge en el aeropuerto y oigo de su boca
mis primeras palabras en créole, esa curiosa mezcla de inglés y español que solo ellos
entienden.
Llegamos al hotel. Se llama Cocoplum y está en una de las
playas más bonitas y tranquilas de la isla. Lo primero es quitarnos los zapatos
y salir a pisar la arena, ver bien de cerca y oler este mar con el que hemos soñado.
El mar
es un inmenso espejo; recorro un rato la playa a solas y descalza. A lo
lejos, diviso lo que queda de un barco que naufragó cerca y que quedó aquí
encallado hace más de 40 años, cuando lo remolcaban. Está pegado a Rocky Cay,
esa pequeña isla a la que se puede llegar andando o nadando por un corredor de agua de no más de 200
metros, poco profundo, de aguas transparentes.
Buceamos
hasta el barco hundido; hay cientos de peces y corales, incluso pegados al
casco. La
visibilidad es excelente. Por la tarde, salimos en barco con Mario
Fernández, su tripulación y otros extranjeros que han venido de vacaciones.
Mario llegó a San Andrés hace más de 20 años y después de tener varios negocios
se dedicó a esto de los tours marinos.
Pocos
lugares en el mundo tienen un mar como este; no puede ser más azul ni más
transparente. Saltamos al agua y, equipados solo con nuestras gafas de
buceo y los tubos para respirar, nos comienzan a remolcar muy despacito,
cogidos de una cuerda.
Qué
espectáculo: vemos peces cirujano, loros guacamayo y azul, ángeles reina y
francés, peces globo, lenguados, erizos blancos, corales cerebro, esponjas...
¿Algo más? Seguro, pero vemos tantas cosas en este paraíso
submarino declarado
Reserva Mundial de la Biosfera que es fácil que se me olvide algo.
Otra vez a bordo, un poco de navegación y un nuevo fondeo,
esta vez al lado de la barrera coralina, la tercera más extensa del mundo.
El mar
aquí tiene otro azul, más oscuro e intenso, por algo lo llaman el de los siete
colores. Buceamos entre corales de fuego y más y más peces. ¡Hasta vemos un tiburón nodriza
recostado en una cueva!
Cae el sol. Volvemos a sumergirnos, pero esta vez rodeados de mantas raya
que vienen hasta el barco en busca de comida en forma de pan y bonito. Están
tan cerca que podemos tocarlas; son suaves.
Regresamos al hotel, deliciosa cena en Miss Celia
Restaurante, donde probamos
las muelas de cangrejo cocinadas en salsa de cebolla y tomate.
No me quiero ir, quiero quedarme
en silencio contemplando este mar, esta vegetación, los cayos, los barcos...
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