En
la Conferencia Mundial de los Pueblos sobre el Cambio Climático, celebrada en
Cochabamba (Bolivia), se habló ampliamente de una comunidad muy agredida y
maltrecha, y se mostraron hacia ella constantes referencias de solidaridad y
mensajes de apoyo. Hablaban, claro, del planeta Tierra, la madre naturaleza o
la Pachamama, sinónimos todos de la más grande comunidad de vida conocida.
Lo sabemos pero lo ignoramos. La Tierra es un ser vivo, ahora
malherido. Sufre una fiebre constante que, si continúa progresando,
puede generarle algunas patologías irreversibles. El aire que respira es cada vez más pobre en oxígeno
y así, mal alimentada, envejece precozmente. Sus arterias –los ríos, el mar–
están contaminadas e infestadas, lo que le resta energías. Las células que la
conforman –especies
vegetales y animales– corren el riesgo de desaparecer. Y el ritmo que le
exige una de estas especies, la humana, es tan acelerado que –dicen los
expertos– en menos de 20 años necesitaría una hermana gemela, un segundo
planeta, para ser capaz de seguir ofreciendo y regalando todo lo que hoy le
exigimos a golpe de perforadora, arrastrando redes sobre su lecho marino y
envenenando su fina capa de piel –la tierra fértil– con químicos muy agresivos.
Conscientes de esta realidad, las más de
35.000 personas reunidas en Cochabamba (mayoritariamente campesinas, indígenas,
pescadoras, miembros de organizaciones ambientalistas, de mujeres, de
movimientos sociales, etc.) supieron
ponerse de acuerdo y sentar las bases de una estrategia común frente al cambio
climático, a diferencia de lo ocurrido en Copenhague hace unos pocos
meses. Y así ha quedado recogido en el llamado Acuerdo de los Pueblos
Entre
las propuestas sobresale la iniciativa de consensuar una Declaración Universal
de los Derechos de la Madre Tierra. Fíjense. Si somos capaces de de construir
nuestra concepción antropocéntrica, podremos entender y abrazar un
planteamiento biocéntrico, donde añadimos a los derechos individuales y
colectivos de los seres humanos –civiles, políticos, económicos, sociales,
culturales y ambientales– los derechos propios de ese otro ser, la naturaleza. Pero, decía, nuestras sociedades occidentales, fundamentalmente, han
de hacer un esfuerzo para que se produzca este cambio de registro, pues
llevamos muchos siglos considerando la naturaleza como un espacio salvaje que
hemos de dominar para, bajo nuestro control, convertirla en una despensa
supuestamente inagotable para el disfrute del ser humano. Aquí radica, desde mi
punto de vista, una de las virtudes de la declaración: corregir un pensamiento
que está en la base de la crisis global actual.
El
proyecto de una Declaración de los derechos de la naturaleza ya tiene
antecedentes. Para la nueva Constitución de Ecuador, la
Pachamama es “donde se reproduce y realiza la vida” y “tiene derecho a que se
respete integralmente su existencia y el mantenimiento y regeneración de sus
ciclos vitales, estructura, funciones y procesos evolutivos”.
A partir de esas premisas, la naturaleza pasa
a ser ella misma objeto de derechos, tiene valor por sí misma,
independientemente de la utilidad o usos que le quiera dar el ser humano y
“toda persona, comunidad, pueblo o nacionalidad podrá exigir a la autoridad
pública el cumplimiento de los derechos de la naturaleza”. Y de aquí nace otra
de las iniciativas surgidas en Cochabamba: el Tribunal Internacional de
Justicia Climática y Ambiental, que podría marcar justiciabilidad en aquellas
acciones u omisiones que vulneraran los derechos de la naturaleza.
Una constitución (o, en este caso, una
declaración) no hace a una sociedad, sino que es un proyecto político de vida
en común que debe ser puesto en vigencia con el concurso activo de la sociedad.
La elaboración y supuesta aprobación de esta Declaración se erigiría, y esta
sería su segunda gran virtud, como eje orientador –como una nueva ética– para
propiciar los cambios estructurales e impulsar las transformaciones que
necesita nuestra sociedad global.
Sin capacidad para exponerlos todos, resalta
la revisión que forzaría al abandono de las políticas extractivistas en las que
andan ahogadas muchas economías de los países del Sur como suministradores de
los países ricos, incluido también el caso de Ecuador que, a pesar de todo,
sigue promoviendo la explotación de petróleo en la región amazónica, la minería
sin sentido o una agricultura dependiente de los agroquímicos. Aunque los seres humanos tenemos
derecho a beneficiarnos del ambiente y las riquezas naturales que nos permitan
un buen vivir (concepto también indigenista que excluye lujos innecesarios),
este derecho debe ser compatible con los conjuntos de vida. No son aceptables
extracciones de petróleo si atentan contra comunidades originarias, igual que
no son aceptables técnicas agrícolas que acaban con ecosistemas de cualquier
orden.
Desde
los países andinos surgen propuestas de una capacidad transformadora inmensa,
que seguro generarán muchas contradicciones y tensiones frente a la ideología
del progreso imperante que asocia desarrollo sólo con crecimiento económico.
Incluso puede que parezcan absurdas, como absurdas les parecía a los grupos
dominantes la emancipación de los esclavos o la extensión de derechos civiles a
los afromericanos, a las mujeres y a los niños y niñas.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
Por favor, escriba aquí sus comentarios