"Hace
poco, en una biblioteca de Bello, Antioquia, al finalizar una grata
conversación en público con dos escritores de la región, se levantó un señor
que estaba sentado en la primera fila del auditorio y pidió la palabra.
Fue una intervención memorable. Habló de cómo, desde
niño, le enseñaron a odiar.
Creció en un hogar de católicos recalcitrantes y le
enseñaron a odiar a los ateos, gente sin fe y sin Dios, sospechosa de llevar
vidas licenciosas y desordenadas.
Luego,
en sus años de adolescente, unos tipos en Cuba hicieron una revolución, y
entonces le enseñaron a odiar a los comunistas, gente rara que no creía en el
trabajo ni en la propiedad privada.
Más tarde, le enseñaron a odiar a los negros, una raza de
perezosos y sinvergüenzas que si no la hacían a la entrada la hacían a la
salida.
Y así, a lo largo de su vida, toda su educación había
sido siempre en contra de algo o de alguien, consejos para defenderse, para
contraatacar, para no dejarse, para protegerse de los demás.
Esa
lista, si empezamos a ampliarla, se vuelve infinita.
Los cónclaves masculinos hablando en contra de las
mujeres, las madres y abuelas previniendo a sus hijas y nietas contra los
hombres, los de Santa Fe detestando a los de Millonarios y viceversa, cierta
gente de la capital hablando en contra de “los paisas”, los de Cali hablando de
“los rolos”, los del Caribe hablando de “los cachacos”, los de una creencia
religiosa hablando en contra de las otras creencias o de los que no tienen
ninguna, los conservadores hablando contra los liberales, los de izquierda
hablando contra los liberales y los conservadores, los de tal universidad
contra tal otra, los de una tribu urbana contra las otras, los del norte de
Bogotá contra los del sur, los del sur contra los del norte, ciertos fanáticos
religiosos alegando contra los gays, los bisexuales y los transexuales, ciertas
pandillas de homofóbicos aborreciendo a sus colegas homosexuales, los flacos
contra los gordos, los apologistas de las buenas costumbres contra los yonquis,
a los que no les gusta el deporte contra los deportistas, los que se creen
exitosos detestando a “los fracasados”, los resentidos en contra de los que
hacen bien su trabajo, todos contra los judíos, todos contra los musulmanes,
todos en contra de los extranjeros que practican costumbres raras, en fin,
todos contra todos.
Así
crecimos, así hemos vivido: aprendiendo siempre a odiar a alguien.
El
machismo, el maltrato infantil, la segregación social, el racismo, el clasismo,
la violencia laboral, todas esas taras tienen su origen en una educación cuya
base fundamental es el odio.
Nos alimentamos de él, no sabemos vivir sin su influjo
contaminante y nefasto. Y lo peor de todo es que es muy fácil de contagiar.
Por eso algunos expertos en salud pública lo consideran
hoy en día una pandemia, una enfermedad que se ha propagado a velocidades
alarmantes. Las verdaderas consecuencias aún no las hemos medido.
Odiar
va creando, además, una personalidad narcisista que se va anclando cada vez con
mayor fuerza en el yo. Lo único importante es lo que me sucede a mí. Yo soy el
centro del mundo.
Yo tengo la razón. Nadie se da cuenta de la verdad,
excepto yo. Nadie ha sufrido como yo. Es que nadie sabe por las que me ha
tocado pasar a mí. Mi vida no ha sido cualquier cosa. Todo el mundo está muy
mal, menos yo, que sí me doy cuenta de todo. Yo, yo, yo.
Las consecuencias físicas y mentales de ese exceso de
presencia en sí mismo son muy negativas. El sujeto no puede expandirse,
explayarse, compartir, enriquecerse con las experiencias de los otros. Es
difícil también que pueda darse a los demás, entregarse, disfrutar de la
generosidad.
Por
ende, cada vez estará más atrapado, más encarcelado, y su odio se irá
agigantando también. Es un círculo vicioso que se retroalimenta cada día. Odiar
debilita mucho.
Las
consecuencias económicas son también devastadoras. No logramos trabajar en
equipo, no podemos cooperar, no sabemos hacer grupo para crecer como sociedad.
El odio impide asociarse para alcanzar metas comunes.
Darnos cuenta de esta educación perversa ya es un paso.
Quizás el siguiente sea empezar a respetar y a estimar a
aquéllos que, aunque sean diferentes en su raza, sus equipos de fútbol o sus
creencias religiosas, pueden llegar a ser nuestros mejores amigos, nuestros
socios o nuestras parejas sentimentales.
Quizás
allá, en donde me enseñaron que era territorio enemigo, me está esperando
alguien para darme un abrazo."
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