EL DESARROLLO DE UN PAIS DEPENDE DE LA CIENCIA
JACINTO CONVIT: A unos pasos de cumplir 100 años, aún
está al frente del Instituto de Biomedicina de la UCV (Universidad de
Caracas Venezuela).
Después de
haber desarrollado la leishmaniasis y la vacuna contra la lepra, por lo que fue
postulado al Nobel de Medicina, ahora encabeza dos cruzadas: Ayuda a los indios
warao y la lucha contra el cáncer.
El científico es categórico: “¡jubilarse es la
muerte!"
Su oficina es
culto a la sencillez. Hay libros en español e inglés, cachicamos en
miniatura y un discreto retrato de Simón Bolívar.
En su
escritorio, han colocado un timbre para que el investigador lo toque cada vez
que necesite algo. Lo sonó múltiples veces durante la entrevista: pedía informes, papeles,
carpetas, fotos para apoyar su exposición. Todo con carácter de
urgencia. Una colaboradora comenta que es difícil llevarle el paso: Tiene más energía que cualquiera de nosotras.
Convit, hijo de inmigrante catalán y de
venezolana de origen canario, nació en La Pastora el 11 de septiembre de
1913. El nos dice:
En esa época, uno andaba en tranvía. Yo aprendí a leer en una escuelita que dirigía una señora de
apellido Betancourt.
Después, entré al Colegio San Pablo, que era una
institución familiar comandada por los hermanos cumaneses Martínez Centeno,
descendientes del Mariscal Sucre. Allí cursé toda la primaria. Y entonces pasé
al Liceo Caracas, donde me dio clases Don Rómulo Gallegos. Poca gente sabe que él era
profesor de Matemáticas, una materia que conocía muy a fondo.
Gallegos no
pudo seguir en el liceo porque lo expulsaron del país: eran los tiempos de
Gómez. Ingresé a la Universidad Central en 1932 y me gradué de doctor en Ciencias Médicas en 1938.
El año de su graduación fue decisivo para Convit. Los
doctores Martín Vegas y Pedro Luis Castellanos le ofrecieron el cargo de médico
residente de la leprosería de Cabo Blanco (Vargas). El sueldo era 1.500
bolívares, y el joven aceptó. Allí trabajó quince años.
La leprosería
era un hospital donde se llevaba a la gente a la fuerza. Lo que llamaban
aislamiento compulsorio: por ley. Los pacientes eran prácticamente capturados
donde vivían y trasladados allí. Los que venían de zonas distantes eran traídos
en barco y los que venían de zonas más cercanas, en un camión.
Uno de ellos venía de Maturín. Eran como las tres o
cuatro de la mañana. Llegó encadenado y acompañado de dos hombres armados. Yo
me ofusqué un poco y les dije: `¡Quítenle las cadenas porque ése es un ser humano!’ Y los dos hombres
me obedecieron. El paciente estuvo relativamente poco tiempo. Como a los cuatro
meses, se fugó de la leprosería. Era un ambiente inaguantable.
Este apartheid que Convit presenció
selló para siempre su destino.
Decidió emprender una verdadera cruzada para que al
enfermo de lepra se le respetara su dignidad y para dar con la cura de esta
enfermedad de raíz bíblica.
La lepra se trataba con aceite de chaulmoogra y se aliviaba el dolor con derivados de morfina.
La lepra se trataba con aceite de chaulmoogra y se aliviaba el dolor con derivados de morfina.
El aceite lo refinaba un danés, Jorge Jorgesën,
químico experto que había peleado en la guerra mundial.
Pero el enfermo
no se curaba con eso: había que encontrar un tratamiento más eficaz. Me
fui a la UCV y catequicé a ocho estudiantes de Medicina para que trabajaran
conmigo. Además, hubo tres personas que me ayudaron muchísimo en el estudio que
estábamos realizando: la doctora Elena Blumenfeld, farmaceuta, y otra persona
de apellido Granado, de origen argentino, laboratorista, y que había venido con
el Che Guevara a ver la leprosería.
Hablé muy poco con el Che Guevara porque apenas
pasó una noche en Cabo Blanco: al día siguiente se iba, creo, a
Bolivia. Granado se quedó un año y se fue después a Cuba. La tercera
persona fue el doctor Antonio Wasilkouski, un farmacólogo polaco, quien montó
un pequeño laboratorio para producir medicamentos.
Convit, que
hace poco fue catalogado por la BBC como uno de los cinco latinoamericanos más
influyentes, que ganó el Premio Príncipe de Asturias en 1987, siempre opta por el plural cuando habla de
su hazaña científica
El primer medicamento que nos pareció importante para
experimentar fue el Diamino-Difenil- Sulfona, el llamado DDS, que era activo
contra las micobacterias. Un segundo medicamento que utilizamos fue la
clofamizina. Con esos dos medicamentos, tratamos a 500 pacientes de la
leprosería de Cabo Blanco. Y en un plazo de dos años, se
curaban. Fue una verdadera revolución.
Se cerraron las dos leproserías nacionales: la de Cabo
Blanco y la de Providencia (Zulia), que albergaban dos mil enfermos. Se
crearon entonces los servicios antileprosos nacionales.
El procedimiento que nosotros
ideamos fue la base para desarrollar el tratamiento de la lepra en todos los
países endémicos.
Esos resultados fueron aplicados por la OMS, modificando ligeramente el cuadro: agregó un antibiótico (rifampicina).
Esos resultados fueron aplicados por la OMS, modificando ligeramente el cuadro: agregó un antibiótico (rifampicina).
Nuestro trabajo sirvió para
desarrollar el tratamiento que la OMS llamó poliquimioterapia de la lepra.
Luego del uso de los dos medicamentos (DDS y
clofamizina), preparamos una vacuna a base de BCG (vacuna contra la
tuberculosis) y de bacilos de armadillo (cachicamo). Posteriormente, trabajamos con la leishmaniasis,
que es un problema de salud pública grave en Venezuela: son 5 mil enfermos nuevos por año. Desarrollamos una vacuna
compuesta por el parásito de la leishmaniasis, que es la leishmania, con el BCG.
El tratamiento de la leishmaniasis se hacía con los
antimoniales pentavalentes, que son medicamentos muy caros. Preparamos esa vacuna y le
economizamos al país dos millones de dólares por año. El desarrollo de un país depende de la ciencia.
Por eso es que nosotros estamos subdesarrollados. Porque a
nuestra ciencia, en verdad, no se le ha dado el empuje que debe tener, aunque
se ha hecho un esfuerzo.
Jamás ha ejercido la medicina
privada. No va con mi carácter. El médico debe ser un servidor público. Para mí, esto no es un negocio:
se trata de proteger la vida humana. Es muy difícil hacer fortuna ganando un
sueldo de médico de salud pública. Pero, al fin y al cabo, uno no necesita eso.
Porque si uno tiene una vida discreta y le es suficiente lo que gana, uno se
siente feliz.
Una vez me informaron que en la Academia Militar había
un joven a quien le habían diagnosticado lepra. Lo vi y encontré que el muchacho
tenía una lesión, pero benigna. La lepra presenta lesiones agresivas en un
porcentaje importante y lesiones benignas, que muchas veces se curan solas.
Le escribí una carta al presidente de la junta de
gobierno, Delgado Chalbaud.
Y él me contestó que ese joven no iba a ser expulsado
porque yo decía que no tenía una enfermedad maligna.
El muchacho se graduó y vino a visitarme cuando era
coronel.
Esas son las
cosas a las que uno, como médico, les da importancia.
Científico a carta cabal, no vacila, sin embargo, en
reconocer su fe.
No solamente creo en Dios, sino
que uno tiene que hacer el esfuerzo para que los demás crean en él. Porque
indudablemente que la creencia en Dios es algo necesario para el ser humano. A
veces uno está pensando cosas y estoy seguro de que está influido por Dios.
Convit está casado con Rafaela Marotta, quien tiene 90 años. Tuvieron cuatro hijos: Francisco, que cría caballos pura sangre; Oscar, que falleció en un accidente de tránsito cuando tenía 23 años; Antonio, psiquiatra, profesor de la Universidad de Nueva York y director médico del Centro de Investigaciones Cerebrales de esa institución; y Rafael, que es cirujano y trabaja en el Washington Medical Center. Los dos últimos son gemelos.
Convit está casado con Rafaela Marotta, quien tiene 90 años. Tuvieron cuatro hijos: Francisco, que cría caballos pura sangre; Oscar, que falleció en un accidente de tránsito cuando tenía 23 años; Antonio, psiquiatra, profesor de la Universidad de Nueva York y director médico del Centro de Investigaciones Cerebrales de esa institución; y Rafael, que es cirujano y trabaja en el Washington Medical Center. Los dos últimos son gemelos.
¿Qué piensa el científico de la muerte? La
muerte es algo que uno tiene que aceptar. Nadie se puede salvar de morir. Es
decir, la muerte no es discutible.
Ahora, lo que hay que hacer es
aprovechar el tiempo y hacer las cosas lo mejor posible. Tratar de favorecer a
la gente lo más que se pueda.
Por eso pasé de mi trabajo en lepra y leishmaniasis al
cáncer.
El fenómeno del
cáncer es muy parecido, casi idéntico al de la lepra, porque, en el caso de la
lepra, el organismo no reconoce a la bacteria que la produce y, por tanto, la
bacteria se multiplica hasta el infinito. Calcule usted
que debe haber más de diez millones de bacterias por gramo de tejido
enfermo.
En el caso del
cáncer, no se ha descubierto la bacteria, pero se ha descubierto la célula
tumoral, que no es reconocida tampoco por el cuerpo que la sufre y entonces
progresa millones de veces en el sitio y después pasa, igualito que ocurre con
la lepra, por la sangre y por los linfáticos.
El objetivo es
lograr que el cuerpo reconozca la célula cancerosa a base de un sistema inmune
adecuadamente controlado.
Convit no ve obstáculos sino oportunidades. Su tenacidad es impresionante.
¿Está cerca la vacuna contra el cáncer?
Yo tengo la impresión de que está
cerca. Y que debemos tener fe. El problema de la lucha contra estas enfermedades
que afectan al ser humano es el prejuicio. La lepra
pudo ser tratada porque trabajamos sin prejuicio, teniendo la seguridad de que
se iba a encontrar un tratamiento que iba a mejorar al enfermo. Y en cáncer existe un prejuicio tremendo: la gente cree que no tiene
solución, y que nunca la tendrá. Eso no es así. Nosotros, en lepra,
usamos sustancias que permitieron al organismo destruir al mycobacterium
leprae. Debemos seguir esa misma vía: usar sustancias que
destruyan la célula tumoral. En eso es que estamos trabajando. Llevamos tres
años.
¿Qué cual es el secreto de mi
longevidad? ¿Que por qué no me he muerto? ¿Eso es lo que usted me quiere
preguntar? (Sonríe)... Porque tengo proyectos en qué ocuparme. Y me
ocupo. La tragedia está en las jubilaciones que consumen el cerebro
del ser humano y refugiarse entre las paredes de la casa limita el
pensamiento, hasta el ejercicio físico, el ser humano se desactualiza
aislándose de sus compañeros y la vida social como intercambio de ideas. Hombres
y mujeres jubilados se abandonan hasta en su apariencia, lamentablemente.
Uno debe acostumbrarse a ser
feliz cuando hace feliz a los demás
Excelente..
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