Si los envidiosos hicieran sombra, en Colombia nos
quedaríamos sin sol. Pues bien, cuenta la historia que un envidioso fue a
recibir orientación de un sabio rabino. Según él, su falta no era grave porque
no mataba ni robaba, sólo regaba rumores. El rabino le dijo que para estar en
paz con Dios, debía ir al mercado y comprar un gallo. ¿Para qué? Preguntó,
pensando que el rabino no sabía lo que decía.
Muy sencillo: después de comprar el gallo comienza a quitarle las plumas una por una y las bota por el camino. Cuando regrese acá a la sinagoga el gallo debe estar desplumado. Por obediencia, no por ganas, esa persona hizo exactamente lo que le habían dicho y, cuando llegó con el gallo desplumado donde el rabino, éste le dijo que ahora debía volver sobre sus pasos, recuperar las plumas y ponérselas de nuevo al animal. Es imposible recuperarlas y, aunque recoja algunas, no se las puedo poner; el daño ya está hecho, repuso el envidioso. Así es, dijo el sabio consejero, cuando usted le roba el honor a alguien ya no se lo puede devolver porque uno es dueño de su silencio y esclavo de sus palabras. Además, el chisme es una bola de nieve que crece y crece de un modo descontrolado.
Difundir calumnias o escucharlas es otra manera de matar y de robar: al difamar usted ahoga la respetabilidad de alguien y mata la confianza que se ha ganado. En un segundo acaba con una persona o una relación sin medir las consecuencias de sus actos. La calumnia es una falsa acusación que daña la honra de alguien y casi siempre va en compañía de la envidia. Son un dúo diabólico con la fuerza del huracán y la voracidad de un millón de termitas: pisotean la dignidad de las personas, destruyen relaciones, debilitan el amor y aumentan la desconfianza.
Pero lo más delicado es que las calumnias circulan por ahí sin problema, amparadas en unas frases que dan licencia a los de moral elástica para lo que sea; es un rumor, se dice, parece que, se cuenta. Así se evade cualquier responsabilidad, se acallan los escrúpulos y se tiene permiso para denigrar y asegurar lo peor, sin necesidad de confirmar o corregir. Bien, pueda ser que estas líneas despierten la conciencia de algunos lectores y, a lo mejor, de algunos periodistas para que piensen lo que dice un proverbio suizo: “Las palabras son como las abejas; tienen miel y aguijón” . Así no habría que colgar a los calumniadores de la lengua y a sus oyentes de las orejas, como sugirió Plauto con un humor cruel; tan cruel como la envidia, los rumores y la calumnia.
Muy sencillo: después de comprar el gallo comienza a quitarle las plumas una por una y las bota por el camino. Cuando regrese acá a la sinagoga el gallo debe estar desplumado. Por obediencia, no por ganas, esa persona hizo exactamente lo que le habían dicho y, cuando llegó con el gallo desplumado donde el rabino, éste le dijo que ahora debía volver sobre sus pasos, recuperar las plumas y ponérselas de nuevo al animal. Es imposible recuperarlas y, aunque recoja algunas, no se las puedo poner; el daño ya está hecho, repuso el envidioso. Así es, dijo el sabio consejero, cuando usted le roba el honor a alguien ya no se lo puede devolver porque uno es dueño de su silencio y esclavo de sus palabras. Además, el chisme es una bola de nieve que crece y crece de un modo descontrolado.
Difundir calumnias o escucharlas es otra manera de matar y de robar: al difamar usted ahoga la respetabilidad de alguien y mata la confianza que se ha ganado. En un segundo acaba con una persona o una relación sin medir las consecuencias de sus actos. La calumnia es una falsa acusación que daña la honra de alguien y casi siempre va en compañía de la envidia. Son un dúo diabólico con la fuerza del huracán y la voracidad de un millón de termitas: pisotean la dignidad de las personas, destruyen relaciones, debilitan el amor y aumentan la desconfianza.
Pero lo más delicado es que las calumnias circulan por ahí sin problema, amparadas en unas frases que dan licencia a los de moral elástica para lo que sea; es un rumor, se dice, parece que, se cuenta. Así se evade cualquier responsabilidad, se acallan los escrúpulos y se tiene permiso para denigrar y asegurar lo peor, sin necesidad de confirmar o corregir. Bien, pueda ser que estas líneas despierten la conciencia de algunos lectores y, a lo mejor, de algunos periodistas para que piensen lo que dice un proverbio suizo: “Las palabras son como las abejas; tienen miel y aguijón” . Así no habría que colgar a los calumniadores de la lengua y a sus oyentes de las orejas, como sugirió Plauto con un humor cruel; tan cruel como la envidia, los rumores y la calumnia.
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