Hasta hace muy poco tiempo, los hombres éramos los
reyes del hogar, había pantuflas a nuestros pies, sopas calientes con una sola
mirada, ropa perfectamente planchada en el armario.
Yo no podía saberlo,
apenas tenía diez, doce, quince años, pero estaba presenciando el fin de una
era, el desmoronamiento de un mundo donde nosotros, los hombres, gobernábamos
con mano firme y sin remordimientos ni culpas de género. Las cosas eran así y
pocos, más bien digamos pocas, se atrevían a cuestionarlas.
En mi limitado círculo social tenía un catálogo de ejemplares machistas
muy variado en sus expresiones, aunque con un objetivo en común: el control
totalitario de la vida familiar y doméstica, bajo la ideología del capricho y
el sinsentido. Eran mis tíos, mi padre, sus amigos, los padres de mis amigos.
Hitlers que mandaban en chanclas y bata. Pinochets de andar por casa.
(Escucho a mi mujer que abre la puerta del departamento. Entra en el
estudio donde estoy escribiendo.
Mi mujer: ¿Qué haces?
Yo: Escribo.
Ella: ¿Qué escribes?
Yo: Un texto para una revista.
Ella: ¿Sobre qué?
Yo: Ya sabes, imaginar una vuelta al machismo de antes.
Ella: ... [la cara empeora.]
Yo: Es un juego, una broma.
Ella: ¿Puedo leerlo?
Yo: No, apenas tengo un parráfo. [Cierro el procesador de texto y abro
el mail.]
Ella: Pues mucho cuidadito con lo que escribes. Se acerca y me muerde la
oreja).
Empecemos por mi tío Humberto, que ejercía lo que yo llamaría un control
pasivo. Sin necesidad de aspavientos, la palabra del tío Humberto era ley en su
casa. Era constructor y se pasaba las mañanas en las obras. Volvía a casa sobre
la una y media y sin mediar palabra se sentaba a una mesa que ya estaba
preparada de antemano para él. Comía en silencio, mientras mi tía le traía
tortillas calientes, le llenaba el vaso de Coca-Cola, le ponía más chile, más
sal, lo que fuera. Todo sin palabras, sin gestos, por el puro milagro de la
rutina y la costumbre.
El otro aspecto en el
que se manifestaba la mano de hierro del tío Humberto era en su vestimenta. En
realidad debería llamarlo uniforme, ya que siempre vestía igual: botines,
pantalones de mezclilla y camisas a cuadros. Tenía decenas de camisas con el
mismo estampado, solo que en toda la gama de colores.
Durante los años ochenta fue, sin lugar a dudas, el hombre mejor
planchado del mundo.
Mi tía se pasaba las horas planchando, borrando cada pliegue, por
minúsculo que fuera, con un rigor asombroso. El tío Humberto estaba siempre
impecable, algo absurdo en un hombre que pasaba las horas en la calle, bajo un
sol terrible, trabajando. Gracias a él descubrí una verdad rotunda: si eres el
que manda no te arrugas. Mi tío Humberto era un genio y hoy en día sería
tachado de autista, así van las cosas en el mundo.
(Pasos que se acercan, salgo del texto y abro el navegador.
Ella: ¿Qué, sigues?
Yo: Sí, tengo que entregarlo mañana.
Ella: ¿Y qué escribías?
Yo: Estaba escribiendo sobre mi tío Humberto.
Ella: Tu tío Humberto era un patán.
Yo: Oye, más respeto, que ya está muerto.
Ella: Lo muerto no le quita lo patán. De veras que no sé cómo lo aguantó
tu tía tantos años).
Con todas sus virtudes,
el tío Humberto empequeñecía ante la monstruosa perfección del tío Nacho. Si
tuviéramos que condensar todo el espíritu de una época machista en América
Latina, el resultado sería ÉL. Era político y tenía una empresa que se dedicaba
a hacer "proyectos con el gobierno".
Pasaba breves y fructíferas temporadas de frenética actividad, seguidas
por largas fases en la desocupación más feliz. Si mi tío Humberto gobernaba con
la rutina, lo que hacía suponer una primera etapa en la que se habrían sentado
las bases mediante reglas y explicaciones, el tío Nacho mandaba con las cejas y
con las miradas.
Dos de la tarde, dos con quince máximo. El tío Nacho hace su aparición
en el comedor y se sienta en su lugar, en la cabecera norte, la más alejada de
la cocina. Espera que mi tía le traiga el aperitivo: su caballito de tequila,
un platito con limón y sal y otro con cacahuates. Un minuto de tolerancia. De
lo contrario: resoplidos y miradas fulminantes hacia la cocina, donde debería
estar mi tía. Aparece mi tía y viene tropezándose y pidiendo disculpas, perdón,
mi amor, estaba colgando la ropa, o algo por el estilo.
El tío Nacho: cejas en tensión, la asesina con la mirada. De manera
sangrienta. Cuando termina el aperitivo, llega el primer plato: crema de
zanahoria. Mi tío mira la sopa solo un instante y devuelve la mirada a la
cocina, donde mi tía trajina de espaldas preparando el segundo plato. La sopa
comienza a enfriarse. Mi tía por fin se entera de la no ingestión de la sopa.
Se acerca, ¿falta algo, mi amor?, ¿no te gustó?
El tío Nacho: hace un ruidito con la lengua, mira la sopa, mira a mi
tía, alza las cejas en ademán de gritar: OBVIO. Mi tía, ay, perdón, el
parmesano, te gusta con parmesano. Se va a la cocina y vuelve con el parmesano.
Mi tío no se mueve, mira a un punto por detrás de mi tía, hacia la ventana que
da a la calle. ¿No quieres?, ¿te traigo otra cosa?, ay, es que ya se enfrió,
claro, espera que te la caliente.
Cuando se va de vuelta
a la cocina, el tío Nacho aprovecha para levantarse de la mesa con un
estrepitoso arrastrar la silla. Se larga a la calle y se va a comer solo a un
restaurante de lujo. Más tarde, este episodio le costará caro a mi tía, ignoro
el qué, prefiero no saberlo. El tío Nacho, un terrorista magnífico.
Y mi tío la mandaba por teléfono y a gritos. Cuando estaba en casa era
lo mismo: se aplastaba frente al televisor y desde allí comunicaba a gritos sus
demandas. ¡Una cerveza! ¡Algo para comer! ¡Otra cerveza! ¡Tráeme una aspirina!
¡Quítame a los niños de encima!
Tanta indiscreción acabó hundiéndolo. El colmo fue su romance con una de
las empleadas de la mercería. La falta de estilo del tío Segismundo es un
anuncio del final de esta época. Como era de esperarse, mi tía lo abandonó y mi
tío se convirtió en una piltrafa que se arrastraba pidiéndole perdón, afirmando
que cambiaría y suplicando que volviera a casa.
(Ella: ¿Ya acabaste?
Yo: No, todavía no.
Ella: ¿Sigues con tu tío Humberto?
Yo: No, también hablo del tío Nacho y de Segismundo.
Ella: O sea, puro pinche impresentable.
Yo: No te pases.
Ella: Aguas con lo que escribes, no se vayan a sentir en tu familia, ya
ves cómo son en Guadalajara.
Yo: Me vale madres.
Ella: No te vale madres, no es cierto. Seguro les has cambiado los
nombres y les has inventado cosas, o se las has mezclado.
Yo: Claro que no: el tío Nacho se llama tío Nacho, Humberto Humberto, y
Segismundo Segismundo. Y son como son, o como eran.
Ella: Pues no me lo creo. ¿Y ya le pusiste título?
Yo: Ajá.
Ella: ¿Cómo se llama?
Yo: No quieres saberlo, de veras).
Quienes nacimos en los
años setenta en América Latina, quizá incluso quienes nacieron en los sesenta,
heredamos un fardo de hartazgo femenino del tamaño del Everest. Si somos
rigurosos, deberíamos exigir responsabilidades a las generaciones que nos precedieron,
por no cuidar el Imperio Masculino.
Ellos, los superhéroes, fueron quienes se regodearon en su fantasía
omnipotente, gastando un modelo perfecto, condenándolo a la extinción. Y ahora
nosotros tenemos que aprender a compartir las tareas del hogar, cambiar
pañales, ir al súper, tender la ropa, y, por si fuera poco, ¡escuchar a
nuestras mujeres!
El resultado es lógico: divorcios, familias disfuncionales, hijos que no
se enteran de nada, el reino de la confusión. El caos es tan grande que hay
días en que tengo la fantasía inversa, que algunos amigos también me han
confesado: quedarme yo en casa, a cuidar a los niños, a preparar la comida, a
lavar la ropa. Que sea ella quien sale al mundo para buscar el sustento. Que
sea ella quien se mate a empujones en los peldaños del éxito profesional. Que
sea ella quien aprenda cómo ejercer la codicia, la hipocresía, la traición,
todas esas virtudes que hemos conquistado los hombres para triunfar en la
calle.
Que sea ella quien dedique sus mejores horas a asuntos que en verdad le
importan un reverendo pito. Mientras tanto, yo estaré en casa, escuchando la
radio deportiva y lavando la vajilla, leyendo el periódico cuando espero que
termine la lavadora. Saldré al parque con los niños, donde me encontraré con
los colegas del barrio. Dejaremos a nuestros hijos batiéndose en el barro para
ir a tomar una cerveza en el bar de enfrente y fumar un cigarrillo.
Sin embargo, no nos
engañemos: eso tampoco va a funcionar. Genéticamente estamos programados para
salir de la caverna, para perseguir mamuts, pechos y caderas. Yo lo que
quisiera es adquirir, como por arte de magia, todos esos superpoderes que
tenían nuestros ancestros. La invisibilidad, que nos permitía ir por allí
haciendo cosas sin ser descubiertos.
La telepatía, con la que nuestras mujeres detectaban nuestros deseos sin
necesidad de recurrir a la palabra. El poder legislativo, para dictar leyes
absurdas por puro capricho. Me fascinaría que mis cejas hablaran, que lo que
mis dedos señalaran viniera a mí como teletransportado, que cuando dijera no
fuera no y cuando dijera que sí, pues sí.
Quisiera entrar en casa
y ponerme mi uniforme de superhéroe: las chanclas, un short y mi camiseta del
Atlas. Y entonces ZAS, convertirme en un Franco, en un Mussolini, en un Videla.
¿Qué hacer para que
éste, nuestro mundo, vuelva? ¿Cómo reinstaurar nuestra dictadura, nuestro
reinado?
Yo no lo sé y no tengo
tiempo para seguir pensando.
Tengo que irme.
Me toca planchar la
ropa.
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