PUNTO I
Mientras
vivimos en este mundo, somos a manera de peregrinos, que viajamos lejos de
nuestra patria, que es el Cielo, donde nos espera el Señor para hacernos gozar
eternamente de su divina presencia. Mientras habitamos en este cuerpo dice San
Pablo- estamos distantes del Señor y fuera de nuestra patria.
Si
amamos a Dios, debemos ansiar y suspirar de continuo por salir, y abandonar
este nuestro cuerpo para ir a verle y gozarle. Así lo hacía San Pablo,
el cual, ansioso por reunirse con el objeto de su amor, decía: Con esta
confianza que tenemos, preferimos más ser separados del cuerpo, a fin de gozar
de la vista del Señor.
Antes de la redención del humano
linaje, los pobres hijos de Adán tenían cerrados todos los caminos que les
conducían a Dios; pero Jesucristo con su muerte nos ha obtenido esta
gracia, como dice San Juan, de poder llegar a ser hijos de Dios, y nos ha
abierto las puertas por las cuales podamos como hijos, entrar en la posesión
del Señor, nuestro Padre. Pues por El es dice San Pablo- por quien unos y otros tenemos
cabida con el Padre, unidos en el mismo espíritu.
Por consiguiente,
nos dice el mismo San Pablo: Ya
no sois extraños ni advenedizos, sino conciudadanos de los Santos, y domésticos
o familiares de la casa de Dios. Gozando de la gracia del Señor, tenemos
pleno derecho para disfrutar de los privilegios de los ciudadanos del Cielo y
de los amigos de Dios.
Dice San Agustín que la
naturaleza viciada por el pecado engendra ciudadanos de la ciudad terrestre,
que son hijos de ira, al paso que la gracia engendra ciudadanos para la
patria celestial, libres
de pecado y hechos vasos de misericordia.
Este mismo
pensamiento hacía exclamar a David: Peregrino soy sobre la tierra, no me ocultes tus preceptos, que son el
camino para llegar a mi patria, que es el Cielo.
No es de
maravillar que los malvados quieran vivir perpetuamente en el mundo, porque con razón temen pasar de
las penas de esta vida a los eternos y más espantosos tormentos del infierno;
en cambio el alma que ama a Dios y tiene moral certidumbre de estar en gracia
de Dios, ¿cómo puede
desear seguir viviendo en este valle de lágrimas, cercada de amarguras, de
angustias de conciencia, y con peligro de condenarse?
¿Cómo podrá no suspirar por
unirse pronto con Dios en la Eternidad bienaventurada, donde todo riesgo de
perderle ha desaparecido? ¡Ah! Que las almas presas y cautivas por el
amor de Dios viven en este destierro gimiendo y suspirando con David: ¡Ay de mí, que mi destierro se
ha prolongado! Digno de compasión es el que todavía tenga que vivir mucho
tiempo en este mundo, en medio de tantos peligros que tiene para condenarse.
Por eso a los santos jamás se les caían de la boca estas palabras: Venga a
nosotros tu reino; venga pronto, Señor, y llévame a tu Reino.
PUNTO II
Entretanto, apresurémonos, como nos exhorta el Apóstol, a entrar en aquel eterno descanso, donde hallaremos perfecta paz y contento. Apresurémonos, repito, a entrar allí con el deseo, y no nos cansemos de caminar hasta que hallamos logrado arribar al puerto seguro de la bienaventuranza que Dios tiene preparada a los que le aman.
El que corre en el
ancho estadio dice San Juan Crisóstomo- no se fija en los espectadores, sino
que tiene puestos los ojos en la meta, que le ha de asegurar el premio; y lejos
de detenerse, tanto más asegura el paso cuanto más se acerca a la meta. De donde concluye el Santo, que,
a medida que adelantamos en años, tanto más debemos redoblar nuestros esfuerzos
para alcanzar con nuestras buenas obras el premio que Dios nos tiene preparado.
En medio de las
angustias y agonías que por todas partes nos cercan mientras vivimos en la
tierra, nuestro único
consuelo debe ser repetir sin cesar: Venga a nos tu Reino. ¡Oh Señor! Que venga
luego vuestro Reino, donde eternamente unidos con Vos y viéndoos cara a
cara os amemos con todas nuestras fuerzas, libres del temor y del peligro de
perderos.
Y cuando nos veamos afligidos
con trabajos, o menospreciados del mundo, consolémonos pensando en las señaladas
mercedes que el Señor tiene preparadas para los que padecen trabajos por su
amor. Alegráos en aquel día -nos dice Jesucristo- porque os está
reservada en el Cielo una gran recompensa. Con razón dice San Cipriano, que el
Señor quiere que nos alegremos y regocijemos en los trabajos y persecuciones,
porque entonces se prueba el temple de los verdaderos soldados de Cristo y se
distribuyen las coronas entre los que permanecen fieles.
Entretanto, apresurémonos, como nos exhorta el Apóstol, a entrar en aquel eterno descanso, donde hallaremos perfecta paz y contento. Apresurémonos, repito, a entrar allí con el deseo, y no nos cansemos de caminar hasta que hallamos logrado arribar al puerto seguro de la bienaventuranza que Dios tiene preparada a los que le aman.
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