Queridos esposos y esposas de todo el
mundo:
Con ocasión del Año “Familia Amoris
laetitia”, me acerco a ustedes para expresarles todo mi afecto y cercanía en
este tiempo tan especial que estamos viviendo. Siempre he tenido presente a las
familias en mis oraciones, pero más aún durante la pandemia, que ha probado
duramente a todos, especialmente a los más vulnerables. El momento que estamos
pasando me lleva a acercarme con humildad, cariño y acogida a cada persona, a
cada matrimonio y a cada familia en las situaciones que estén experimentando.
Este
contexto particular nos invita a hacer vida las palabras con las que el Señor
llama a Abrahán a salir de su patria y de la casa de su padre hacia una tierra
desconocida que Él mismo le mostrará (cf. Gn 12,1). También nosotros hemos vivido más que nunca la
incertidumbre, la soledad, la pérdida de seres queridos y nos hemos visto
impulsados a salir de nuestras seguridades, de nuestros espacios de “control”,
de nuestras propias maneras de hacer las cosas, de nuestras apetencias, para
atender no sólo al bien de la propia familia, sino además al de la sociedad,
que también depende de nuestros comportamientos personales.
La
relación con Dios nos moldea, nos acompaña y nos moviliza como personas y, en última instancia, nos
ayuda a “salir de nuestra tierra”, en muchas ocasiones con cierto respeto e
incluso miedo a lo desconocido, pero desde nuestra fe cristiana sabemos
que no estamos solos ya
que Dios está en nosotros, con nosotros y entre nosotros: en la familia, en el
barrio, en el lugar de trabajo o estudio, en la ciudad que habitamos.
Como
Abrahán, cada uno de los esposos sale de su tierra desde el momento en que,
sintiendo la llamada al amor conyugal, decide entregarse al otro sin reservas. Así, ya el noviazgo implica
salir de la propia tierra, porque supone transitar juntos el camino que conduce
al matrimonio. Las distintas situaciones de la vida: el paso de los días, la
llegada de los hijos, el trabajo, las enfermedades son circunstancias en las
que el compromiso que adquirieron el uno con el otro hace que cada uno tenga
que abandonar las propias inercias, certidumbres, zonas de confort y salir
hacia la tierra que Dios les promete: ser dos en Cristo, dos en uno. Una
única vida, un “nosotros” en la comunión del amor con Jesús, vivo y presente en
cada momento de su existencia. Dios los acompaña, los ama incondicionalmente. ¡No están solos!
Queridos
esposos, sepan que sus hijos —y especialmente los jóvenes— los observan con
atención y buscan en ustedes el testimonio de un amor fuerte y confiable. «¡Qué importante es que los
jóvenes vean con sus propios ojos el amor de Cristo vivo y presente en el amor
de los matrimonios, que testimonian con su vida concreta que el amor para
siempre es posible!». Los hijos son un regalo, siempre, cambian la
historia de cada familia.
Están sedientos de amor, de reconocimiento, de estima y de confianza. La
paternidad y la maternidad los llaman a ser generativos para dar a sus hijos el
gozo de descubrirse hijos de Dios, hijos de un Padre que ya desde el
primer instante los ha amado tiernamente y los lleva de la mano cada día. Este
descubrimiento puede dar a sus hijos la fe y la capacidad de confiar en Dios.
Ciertamente, educar a los hijos no es
nada fácil. Pero no olvidemos que ellos también nos educan. El primer ámbito de
la educación sigue siendo la familia, en los pequeños gestos que son más
elocuentes que las palabras. Educar es ante todo acompañar los procesos de
crecimiento, es estar presentes de muchas maneras, de tal modo que los hijos
puedan contar con sus padres en todo momento. El educador es una persona que “genera” en sentido
espiritual y, sobre todo, que “se juega” poniéndose en relación. Como padre y
madre es importante relacionarse con sus hijos a partir de una autoridad ganada
día tras día. Ellos necesitan una seguridad que los ayude a experimentar la
confianza en ustedes, en la belleza de sus vidas, en la certeza de no estar nunca solos, pase lo que pase.
Por
otra parte, y como ya he señalado, la conciencia de la identidad y la misión de
los laicos en la Iglesia y en la sociedad ha aumentado. Ustedes tienen la misión de transformar la
sociedad con su presencia en el mundo del trabajo y hacer que se tengan en
cuenta las necesidades de las familias.
También los matrimonios deben
“primerear” dentro de la comunidad parroquial y diocesana con sus iniciativas y
su creatividad, buscando la complementariedad de los carismas y vocaciones como
expresión de la comunión eclesial; en
particular, los «cónyuges junto a los pastores, para caminar con otras
familias, para ayudar a los más débiles, para anunciar que, también en las
dificultades, Cristo se hace presente».
Por tanto, los exhorto, queridos
esposos, a participar en la Iglesia, especialmente en la pastoral familiar.
Porque «la corresponsabilidad en la misión llama […] a los matrimonios y a los
ministros ordenados, especialmente a los obispos, a cooperar de manera fecunda
en el cuidado y la custodia de las Iglesias domésticas». Recuerden que la familia es la «célula básica
de la sociedad» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 66). El matrimonio es
realmente un proyecto de construcción de la «cultura del encuentro» (Carta enc.
Fratelli tutti, 216). Es por ello que las familias tienen el desafío de tender puentes entre las
generaciones para la transmisión de los valores que conforman la humanidad.
Se necesita una nueva creatividad para expresar en los desafíos actuales los
valores que nos constituyen como pueblo en nuestras sociedades y en la Iglesia,
Pueblo de Dios.
La
vocación al matrimonio es una llamada a conducir un barco incierto —pero seguro
por la realidad del sacramento— en un mar a veces agitado. Cuántas veces, como
los apóstoles, sienten ganas de decir o, mejor dicho, de gritar: «¡Maestro! ¿No
te importa que perezcamos?» (Mc 4,38). No olvidemos que a través del sacramento del matrimonio
Jesús está presente en esa barca. Él se preocupa por ustedes, permanece
con ustedes en todo momento en el vaivén de la barca agitada por el mar. En
otro pasaje del Evangelio, en medio de las dificultades, los discípulos ven que
Jesús se acerca en medio de la tormenta y lo reciben en la barca; así también
ustedes, cuando la tormenta arrecia, dejen subir a Jesús en su barca, porque
cuando subió «donde estaban ellos, […] cesó el viento» (Mc 6,51). Es importante que juntos
mantengan la mirada fija en Jesús. Sólo así encontrarán la paz, superarán los
conflictos y encontrarán soluciones a muchos de sus problemas. No porque estos
vayan a desaparecer, sino porque podrán verlos desde otra perspectiva.
Sólo
abandonándose en las manos del Señor podrán vivir lo que parece imposible. El camino es reconocer la
propia fragilidad y la impotencia que experimentan ante tantas situaciones que
los rodean, pero al mismo tiempo tener la certeza de que de ese modo la fuerza
de Cristo se manifiesta en su debilidad (cf. 2 Co 12,9). Fue justo en
medio de una tormenta que los apóstoles llegaron a conocer la realeza y
divinidad de Jesús, y aprendieron a confiar en Él.
A la
luz de estos pasajes bíblicos, quisiera aprovechar para reflexionar sobre
algunas dificultades y oportunidades que han vivido las familias en este tiempo
de pandemia. Por ejemplo, aumentó el tiempo de estar juntos, y esto ha sido una
oportunidad única para cultivar el diálogo en familia. Claro que esto requiere un especial ejercicio de
paciencia, no es fácil estar juntos toda la jornada cuando en la misma casa se
tiene que trabajar, estudiar, recrearse y descansar. Que el cansancio no les
gane, que la fuerza del amor los anime para mirar más al otro —al cónyuge, a
los hijos— que a la propia fatiga. Recuerden lo que les escribí en Amoris
laetitia retomando el himno paulino de la caridad (cf. nn. 90-119).
Pidan este don con insistencia a la Sagrada Familia, vuelvan a leer el elogio
de la caridad para que sea ella la que inspire sus decisiones y acciones (cf.
Rm 8,15; Ga 4,6).
De
este modo, estar juntos no será una penitencia sino un refugio en medio de las
tormentas. Que el hogar
sea un lugar de acogida y de comprensión. Guarden en su corazón el consejo a
los novios que expresé con las tres palabras: «permiso, gracias, perdón».
Y cuando surja algún conflicto, «nunca terminar el día en familia sin hacer las paces». No se
avergüencen de arrodillarse juntos ante Jesús en la Eucaristía para encontrar
momentos de paz y una mirada mutua hecha de ternura y bondad. O de tomar la mano del otro,
cuando esté un poco enojado, para arrancarle una sonrisa cómplice. Hacer quizás
una breve oración, recitada en voz alta juntos, antes de dormirse por la noche,
con Jesús presente entre ustedes.
Sin
embargo, para algunos
matrimonios la convivencia a la que se han visto forzados durante la cuarentena
ha sido especialmente difícil. Los problemas que ya existían se agravaron, generando
conflictos que muchas veces se han vuelto casi insoportables. Muchos han
vivido incluso la ruptura de un matrimonio que venía sobrellevando una crisis
que no se supo o no se pudo superar. A estas personas también quiero
expresarles mi cercanía y mi afecto.
La ruptura de una relación conyugal
genera mucho sufrimiento debido a la decepción de tantas ilusiones; la falta de
entendimiento provoca discusiones y heridas no fáciles de reparar. Tampoco a los hijos es posible
ahorrarles el sufrimiento de ver que sus padres ya no están juntos. Aun así, no dejen de buscar
ayuda para que los conflictos puedan superarse de alguna manera y no causen aún
más dolor entre ustedes y a sus hijos. El Señor Jesús, en su
misericordia infinita, les inspirará el modo de seguir adelante en medio de
tantas dificultades y aflicciones. No dejen de invocarlo y de buscar en Él un refugio, una luz para el
camino, y en la comunidad eclesial una «casa paterna donde hay lugar
para cada uno con su vida a cuestas» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 47).
Recuerden que el perdón sana toda
herida. Perdonarse mutuamente es el resultado de una decisión interior que
madura en la oración, en la relación con Dios, como don que brota de la gracia
con la que Cristo llena a la pareja cuando lo dejan actuar, cuando se dirigen a
Él. Cristo “habita” en su matrimonio y espera que le abran sus corazones para
sostenerlos con el poder de su amor, como a los discípulos en la barca. Nuestro amor humano es débil,
necesita de la fuerza del amor fiel de Jesús. Con Él pueden de veras construir
la «casa sobre roca» (Mt 7,24).
A este
propósito, permítanme que
dirija una palabra a los jóvenes que se preparan al matrimonio. Si antes
de la pandemia para los novios era difícil proyectar un futuro cuando era arduo
encontrar un trabajo estable, ahora aumenta aún más la situación de incerteza
laboral. Por ello invito a
los novios a no desanimarse, a tener la “valentía creativa” que tuvo san José,
cuya memoria he querido honrar en este Año dedicado a él. Así también ustedes, cuando
se trate de afrontar el camino del matrimonio, aun teniendo pocos medios,
confíen siempre en la Providencia, ya que «a veces las dificultades son
precisamente las que sacan a relucir recursos en cada uno de nosotros que ni
siquiera pensábamos tener» (Carta ap. Patris corde, 5).No duden en apoyarse en sus
propias familias y en sus amistades, en la comunidad eclesial, en la parroquia,
para vivir la vida conyugal y familiar aprendiendo de aquellos que ya han
transitado el camino que ustedes están comenzando.
Antes
de despedirme, quiero enviar
un saludo especial a los abuelos y las abuelas que durante el tiempo de
aislamiento se vieron privados de ver y estar con sus nietos, a las personas
mayores que sufrieron de manera aún más radical la soledad. La familia no puede prescindir
de los abuelos, ellos son la memoria viviente de la humanidad, «esta
memoria puede ayudar a construir un mundo más humano, más acogedor».
Que
san José inspire en todas las familias la valentía creativa, tan necesaria en
este cambio de época que estamos viviendo, y Nuestra Señora acompañe en sus
matrimonios la gestación de la “cultura del encuentro”, tan urgente para superar las adversidades y
oposiciones que oscurecen nuestro tiempo. Los numerosos desafíos no pueden robar el gozo de quienes
saben que están caminando con el Señor. Vivan intensamente su vocación. No dejen que un semblante triste
transforme sus rostros. Su cónyuge necesita de su sonrisa. Sus hijos
necesitan de sus miradas que los alienten. Los pastores y las otras familias
necesitan de su presencia y alegría: ¡la alegría que viene del Señor!
Me
despido con cariño animándolos a seguir viviendo la misión que Jesús nos ha
encomendado, perseverando
en la oración y «en la fracción del pan» (Hch 2,42).
Y por favor, no se olviden de rezar por
mí, yo lo hago todos los días por ustedes.
Fraternalmente,
Francisco
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