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FLACA TIRAME UN HUESO, NO PORQUE SON A PESO

 

En el día de la Mujer muchas celebran, reciben flores, chocolates o quizá una joya, algunas conmemoran, escriben y reflexionan acerca de los orígenes de la fecha y los avances del "sexo débil" en la sociedad. Otras tantas, que se cuentan en millones, simplemente ejercen su rol sin alardes y sin mirarse en ningún espejo ajeno.
 
Divagando al respecto retrocedí unas décadas y llegué a mi juventud. Eran tiempos distintos, no sé si mejores o peores, pero sí más tranquilos. Las mujeres de entonces no éramos voluptuosas, sino gordas o flacas, y a nadie le importaba. La belleza no era el parámetro para medirnos ni para valorarnos.
 
La talla 32 en brasier, en vez de crearnos un conflicto existencial era una bendición: quien la usaba quedaba exonerada del remoquete de "proleche", que hacía pasar tan malos ratos a las pechugonas. A las flacas nos pedían, vía piropo, que les tiráramos un hueso, pero una nalga demasiado discreta jamás fue una tragedia para nadie.
 
El acné no era una razón para el suicidio. El corte "gamín" en el pelo no nos restaba feminidad ni atractivo; no éramos esclavas del liso sin volumen ni todas teníamos que ser rubias a punta de agua oxigenada.
 
A los trece años jugábamos bota tarro con los primos y el embarazo era un proyecto, si acaso, a larguísimo plazo.
Los quince nos los celebraban en la casa, de regalos nos daban camisetas, discos de larga duración y cremas Hinds para manos y cuerpo. No impusimos el régimen de la lluvia de sobres ni exigimos, de ñapa, un implante mamario.
 
No sabíamos qué era una pasarela, pero soñábamos con ser médicas, mamás, periodistas o azafatas. Bailábamos pechito con pechito y un no rotundo a la solicitud de una "pruebita de amor" nos elevaba el valor de la cotización en el mercado de los pretendientes. Había sitios fijos de trabajo para las "fufurufas".  Ahora salen en catálogos, se llaman prepagos y van a domicilio.
 
En la televisión también había feas. Ya existía Amparo Grisales, por supuesto, pero Teresa Gutiérrez nos dejó saber que la belleza no era condición necesaria para el triunfo.
 
Mi generación no era tan bonita como la de hoy, pero era natural. Luego llegaron los mafiosos, mandaron construir a sus mujeres del mismo modo que sus mansiones: a imagen y semejanza de sus deseos. Y todo cambió.
 
Desde entonces, a las que no llenamos los estándares de talla 6, nariz de media luna, senos de melón y un cuerpo de silbido, la sociedad de consumo ha pretendido hacernos a un lado y descalificarnos, pero no ha podido: el mundo sigue lleno de gordas, culichupadas, ñatas, flacas y teticaídas, entre otros "desperfectos" auténticos.
 
Y pese a todo, vamos por la vida sin complejos, dejando huellas profundas y aferradas a un grito silencioso: "No se ve bien sino con el corazón, lo esencial es invisible a los ojos". Razón tenía El Principito.

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