Todos nos damos algún capricho en
momentos en los que realmente no tenemos hambre. Los caprichos por definición
son algo que no necesitamos. De lo contrario los catalogaríamos como
“necesidades”. No creo que exista nada malo en darnos un capricho de vez en
cuando. El problema surge con lo que llamo “caprichos inconscientes” que son
aquellos que consumimos sin apenas prestar atención y perdemos la cuenta de lo
que estamos comiendo.
Existen distintas variables que podemos modificar conscientemente con el
fin de comer menos cantidad de estos caprichos. Una de estas variables consiste en la distancia física
que hay entre nosotros y los caprichos. Esto se explica mejor con los
resultados de un curioso experimento.
El experimento
A un grupo de trabajadores de distintas empresas se les dijo que se les iba a premiar por los
buenos resultados recientes. El premio consistiría en comer todos los
bombones que quisieran durante 1 mes. Cada día encontrarían un recipiente lleno de bombones en
cada uno de sus despachos. Al día siguiente repondrían la cantidad que
hubieran consumido. De esta manera los trabajadores siempre encontrarían el
recipiente repleto.
Los investigadores dividieron a todos los trabajadores en dos grupos. Un
grupo tendría los recipientes colocados en sus escritorios, al alcance de la
mano. El otro grupo los
tendría más alejados, concretamente en una mesita a 2 metros de distancia.
Resultados
Los sujetos del grupo que tenían
los bombones al alcance de la mano consumieron una media de 9 bombones al día. Sin embargo los
sujetos del otro grupo (aquel que tenía los bombones a dos metros de distancia)
consumieron una media de 4 bombones al día.
Se les preguntó a los trabajadores si esos 2 metros de separación era
demasiada distancia y preferían no levantarse del escritorio. Sorprendentemente
contestaron que no. Dijeron que se levantaban en muchas ocasiones para coger un
bombón pero durante el trayecto les daba tiempo a preguntarse si realmente
tenían hambre. La mitad de las veces las respuesta era que no y volvían a
sentarse.
Parece ser que esos metros de
separación eran suficientes para que los sujetos adquirieran consciencia de lo
que estaban a punto de hacer. Con cada viaje a la mesita tenían que pausar la
tarea que estuvieran realizando, incorporarse y caminar. Esta cadena de
acciones requería una atención mucho mayor que el simple automatismo de
extender el brazo y coger un bombón del escritorio.
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