En un país muy lejano, al oriente del gran desierto vivía un viejo Sultán, dueño de una inmensa fortuna.
El Sultán era un hombre muy temperamental además de supersticioso. Una noche soñó que había perdido todos los dientes . Inmediatamente después de despertar, mandó llamar a uno de los sabios de su corte para pedirle urgentemente que interprete su sueño.
– ¡Qué desgracia mi Señor! – exclamó el Sabio – Cada diente caído representa la pérdida de un pariente de Vuestra Majestad.
– ¡Qué insolencia! – gritó el Sultán enfurecido – ¿Cómo te atreves a decirme semejante cosa? ¡Fuera de aquí!
Llamó
a su guardia y ordenó que
le dieran cien latigazos, por ser un pájaro de mal agüero. Más tarde,
ordenó que le trajesen a otro Sabio y le contó lo que había soñado. Este,
después de escuchar al Sultán con atención, le dijo:
– ¡Excelso Señor! Gran felicidad os ha
sido reservada.
El sueño significa que
vuestra merced tendrá una larga vida y sobrevivirá a todos sus parientes.
Se
iluminó el semblante del Sultán con una gran sonrisa y ordenó que le dieran cien monedas de oro.
Cuando éste salía del Palacio, uno de los consejeros reales le dijo admirado:
–
¡No es posible! La interpretación
que habéis hecho de los sueños del Sultán es la misma que la del primer Sabio.
No entiendo por qué al primero le castigó con cien azotes, mientras que a vos
os premia con cien monedas de oro.
–
Recuerda bien amigo mío –respondió el segundo Sabio– que todo depende de la forma en que se dicen las
cosas… La verdad puede compararse con una piedra preciosa. Si la
lanzamos contra el rostro de alguien, puede herir, pero si la enchapamos en un delicado embalaje y la
ofrecemos con ternura, ciertamente será aceptada con agrado…
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