"COSA EXTRAÑA EN EL HOMBRE,
NACER NO PIDE,
VIVIR NO SABE
Y.....
MORIR NO QUIERE."
"El petróleo es la sangre
de la madre tierra. cuando el hombre blanco haya acabado con él, vendrá el
desastre." PROFECÍA DE LOS INDÍGENAS U´WA DE COLOMBIA
"Cuando el último árbol haya sido talado,
el último animal haya sido cazado y el último pez haya sido pescado, solo
entonces, el hombre blanco
entenderá que el dinero no se puede comer" PROFECÍA DE LOS NAVAJOS
DE NORTEAMÉRICA
Una
mañana de mayo pasado, los viejos madrugadores del pueblo de Marytown, perdido
en las costas que bordean el sudeste de los Estados Unidos, se levantaron como
todos los días a echarles unas migajas de pan a los pájaros marinos que merodean
con mansedumbre por los patios y que se han ido convirtiendo en sus amigos.
Lo
que vieron los dejó espantados: las gaviotas de cabeza negra, que son tan
bellas, también tenían negro el plumaje. Del pico les goteaba una mancha
babosa. No podían levantar
el vuelo de la arena, con las patas hundidas en una masa de chapapote pastoso,
como el asfalto cuando se derrite. Una de las gaviotas miró a la gente pidiendo
ayuda.
Según
cuentan los testigos, más allá de la playa, cerca del río, tres garzas morenas
habían muerto con los ojos despepitados. El guiso espantoso que navegaba
corriente abajo, matando
todo lo que se le atravesara, era la mezcolanza de petróleo crudo de la
empresa British, que cayó pocos días antes a las aguas del Golfo de México.
A
esa misma hora los alcatraces de la bahía de Santa Marta, al norte de Colombia,
desayunaban su ración cotidiana de buñuelos de carbón. El periodista Antonio
José Caballero, grabadora en mano, esperaba en la playa el regreso de los
pescadores que habían salido a trabajar temprano. Mientras aguardaba, la cámara
de su teléfono celular retrató la pala enorme de un barco carbonero que arrojaba al mar el polvo negro que
sobró en las bodegas.
A
esa misma hora, en las playas legendarias de Juanchaco y Ladrilleros, cerca de
Buenaventura, los lancheros de cabotaje que llevan carga y pasajeros por los
pueblos que se arraciman en las orillas del Pacífico limpiaban sus motores
preparándose para un nuevo día de trabajo. Como si fuera la cosa más natural
del mundo, arrojaban al
mar el contenido de unos tanques repletos de residuos de gasolina, queroseno y
diésel. Un langostino magnífico, que medía un jeme, iniciaba el día
tomándose su primera taza de combustible. Cuando vi la fotografía en El País de
Cali me dieron ganas de
echarme a llorar.
A
esa misma hora, en la zona industrial de Cartagena de Indias, abierta sobre la
bahía del Caribe resplandeciente, los trabajadores de una compañía empacadora
se sentaron a desayunar en los comedores de su empresa. En ese momento
volvieron a ver, como venía sucediendo en las mañanas más recientes, que una nata de tizne cubría la
superficie del café con leche, y que una mermelada negra, tan semejante al
betún de limpiar zapatos, se había pegado al pan y al queso blanco.
Entonces,
no aguantaron más. Se levantaron
todos, sin que nadie los hubiera convocado, y comenzaron a golpear los platos
contra los mesones. La algarabía se oyó en media ciudad. Las autoridades
ambientales ordenaron el
cierre de un muelle vecino, que se dedica a cargar carbón a cielo raso,
sin mayores precauciones ni cuidados, sin tubos cerrados ni conductores
protegidos. Seis días después el muelle fue reabierto.
A
esa misma hora, en la región acuática de La Mojana, que cubre un gigantesco
territorio húmedo de los departamentos de Bolívar, Sucre y Antioquia, bajaban
resoplando los ríos Cauca y San Jorge, que se desbordan en caños y ciénagas. El
apóstol Ordóñez Sampayo, que se ha gastado la vida defendiendo de la
contaminación a campesinos, cosechas y animales, apareció en la plaza de Guaranda
con el dictamen médico en la mano: los doctores certificaban que los tres niños
que nacieron deformes tenían mercurio en el sistema sanguíneo.
El
terrible mal de Minamata, como lo saben los japoneses, porque las empresas en
cualquier parte del mundo, en
Tokio o en Majagual, arrojan porquerías químicas a las corrientes, y primero se
pudren las aguas, y después nacen degenerados los peces y los camarones, y
después nacen sin ojos los niños cuyas madres, en aquellos caseríos extraviados
de la mano de Dios, consumen esa agua y esos pescados.
En
las cabeceras de ambos ríos, las compañías mineras, que buscan oro entre la
tierra, hacen sus excavaciones con un sancocho de mercurio y ácidos. Arroyos y
acequias se llevan el mazacote. Los bocachicos mueren con la boca abierta en los playones. Las espigas
de arroz no volvieron a crecer.
En
medio del desastre causado por las inundaciones, y como si fuera poco, las
yucas harinosas de antes florecen ahora con un hongo químico a manera de
cresta. El hambre campea
entre los pocos ranchos que no se ha llevado el invierno. Las
emanaciones de las lagunas huelen a lo mismo que huele un laboratorio de
detergentes.
Hay
que decir, también, que los empresarios mineros se defienden diciendo que
Ordóñez Sampayo está loco. Claro que está loco: ningún hombre cuerdo expone su pellejo ni dedica su vida
entera a defender a un ruiseñor, una mojarra, un plátano pintón, una mazorca de
maíz o a una mujer embarazada que carga un fenómeno en el vientre.
Epílogo
Aquella
mañana, cuando los pescadores de Santa Marta regresaron a la playa, el
periodista Caballero los acompañó en su tarea de descamar y abrirles el buche a
los escasos pescados que traían.
-¿Qué
es eso? -preguntó, intrigado, al ver unas bolas negras en el estómago de un
bagre.
-Carbón,
amigo -le contestó uno de ellos, levantando el animal-. Pelotas de carbón. Eso
es lo que comen ahora.
Caballero
tomó más fotografías y se las llevó a algunos funcionarios de la industria
carbonera.
-No
se preocupe -le contestó el gerente-. Vamos a construir un nuevo muelle de última generación.
-No lo dudo -dijo el reportero,
con una mueca de dolor que parecía sonrisa-. No lo dudo: será la última
generación.
El
día que Caballero me contó esa historia, y me enseñó sus fotografías, ya no
sentí ganas de echarme a llorar, como la vez aquella del langostino bañado en
combustible. Lo que sentí
ahora fue rabia. Cuando ya no quede una sola hoja de acacia, cuando el
último pulpo haya muerto atragantado con ácido sulfúrico y cuando nuestros
nietos nazcan con un tumor de carbón endurecido en la barriga, entonces será
demasiado tarde. Dispondremos de computadores infrarrojos de última generación,
pero ya no habrá agua para beber; los celulares de rayos láser se podrán
comprar en las boticas, pero el sol no volverá a salir; los niños encontrarán
el algoritmo de 28 a la quinta potencia con solo cerrar los ojos, pero dentro
de 20 años no sabrán de qué color era una golondrina.
Los invito a todos a ponerse de pie antes de que se
marchite el último pétalo. Usen el arma prodigiosa del Internet para protestar.
Hagan oír su voz. Que el correo electrónico de los colombianos sirva para algo
más que mandar chistes y felicitaciones de cumpleaños. Porque, si seguimos así,
el día menos pensado no quedará nadie que cumpla años. Ni quién envíe
felicitaciones. JUAN GOSSAÍN.
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