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EL ARTE DE LA BUENA COMUNICACIÓN VA MÁS ALLÁ DE LAS PALABRAS

 

La forma en la que nos expresamos permite transmitir mucho más que las palabras en sí mismas. Por ello, prestar atención al lenguaje no verbal (incluyendo las emociones que están detrás de lo que intentamos transmitir) es vital. En este artículo reflexionamos sobre ello.
 
No es lo que dices, sino cómo lo dices
En El principito se dice que “el lenguaje es fuente de mal entendimiento”. La frase es muy sabia, si tomamos en cuenta que no es nada fácil convertir nuestros pensamientos en palabras y expresarlas de tal modo que nuestro interlocutor las comprenda completamente. Lo que dices no tiene que ser entendido según como tú creas.
 
De hecho, nuestros mensajes nunca son comprendidos en un 100%. Si alguien dice, por ejemplo, “estoy enamorado”, se refiere a una realidad que difícilmente va a ser entendida por el otro totalmente.
 
“Estoy enamorado” puede ser sinónimo de estar ilusionado, haber logrado un vínculo muy estrecho con la pareja, o sentirse simplemente muy atraído por otra persona. Tendríamos que conocer mucho a alguien para saber qué dice cuando dice “estoy enamorado”.
 
Así mismo, las palabras no son la única fuente de comunicación, pues son acompañadas por las actitudes, los gestos, las posturas. Se puede decir algo con la lengua y otra cosa totalmente opuesta con el tono, la mirada o la actitud en general. De ahí que aprender a comunicarnos sea un verdadero arte.
 
El mayor desafío de la comunicación se produce al hablar de nuestro mundo interior. Especialmente de nuestros sentimientos, emociones o percepciones. Además de que no es fácil poner todo eso en palabras, resulta imposible desligarnos de los sentimientos, emociones y percepciones que podemos generar al decir algo. Para comunicar siempre tomamos en cuenta la reacción que desatamos en quien nos escucha.
 
No nos comunicamos solamente para transmitir una información, sino que principalmente buscamos incidir de alguna manera en nuestros interlocutores. Queremos que nos crean, que nos admiren, que nos validen, que nos comprendan.
 
Pero, a veces, también buscamos que nos teman, nos obedezcan, nos permitan imponernos o que se sientan lastimados, heridos. A veces somos conscientes de esto y a veces no. Por extraño que parezca, en ocasiones nuestro propósito al comunicarnos es crear confusiones. No que nos entiendan, sino que dejen de entendernos.
 
¿Qué hay detrás de lo que dices?
Es precisamente la intención lo que define la esencia de cada mensaje. Se puede halagar a alguien para reconocer sus virtudes, pero también para adular a esa persona y hacerla más vulnerable a algún tipo de manipulación que queremos poner en marcha.
 
Esa intención, sin embargo, muchas veces no es clara ni siquiera para nosotros mismos. Pensamos que nuestro objetivo es “sacar a otro de su error”, pero no hemos considerado la posibilidad de que sea el otro quien tenga la razón.
 
Creemos que el propósito es desnudar nuestros sentimientos, pero ignoramos el hecho de que muy en el fondo lo que en realidad estamos buscando es compasión o reafirmación. Y si no las obtenernos, aseguramos que no comprendieron ni una letra de lo que dijimos.
 
Más allá de las palabras que dices
La comunicación humana es un proceso complejo, que siempre tiene algún grado de equívoco. No depende solamente de las palabras que empleamos para decir las cosas (aunque estas son muy importantes), sino de un sinnúmero de circunstancias.
 
Hay que tomar en cuenta el momento, el lugar, el interlocutor. Pero principalmente tiene que haber un gran esfuerzo para asegurarnos, hasta donde sea posible, de que decimos realmente lo que queremos decir.
 
Los seres humanos estamos comunicando todo el tiempo. Con la expresión de nuestro rostro, la forma en que nos vestimos, en que caminamos, nuestra mirada y un largo etcétera.
 
De este modo, buena parte de nuestros mensajes se libran en el plano del inconsciente. Cuando decimos que alguien nos “da mala espina”, es porque nos ha comunicado con sus gestos y actitudes que aparentemente no es confiable. Igual al contrario. Eso que comunicamos en todo momento de nosotros mismos genera el precedente para vínculos constructivos, destructivos o neutrales.
 
Comunicarnos desde el afecto
Los vínculos cotidianos, con el señor que nos vende la leche por ejemplo, estarán impregnados de sensaciones y emociones a las que probablemente no les demos mucha importancia. Pero cuando se trata de los grandes vínculos en nuestra vida, el tema de la comunicación se vuelve relevante.
 
Los vínculos estrechos están llenos de elementos comunicativos. Las palabras, los silencios, las miradas, todo en realidad tiene algún significado.
 
Es entonces cuando resulta más importante que nunca generar mecanismos para que los mensajes fluyan de una manera sana. Para lograrlo es importante erradicar ciertas fórmulas de comunicación y alimentar otras.
 
Básicamente es necesario aprender a comunicarnos desde el afecto. Aludir a lo que sentimos, de la manera más clara posible y evitar la desastrosa costumbre de referirnos a lo que siente el otro. ¿Cómo es que tú sabes que siente otra persona, si, seguramente, no conoces del todo lo que sientes tú mismo?
 
La comunicación agresiva siempre deja huellas profundas.
Los únicos acompañantes de la ira deben ser el silencio y la pausa. Si no es así, es muy probable que deformemos lo que realmente queríamos decir. Cuando se produce una comunicación agresiva, el interlocutor puede sentirse incómodo, herido y molesto. De esta forma, lo único que conseguiremos es el rechazo de aquellas personas a las que les hablamos de malas formas.
 
La buena comunicación exige serenidad y pertinencia.
Buscar el momento, el lugar y el estado de ánimo adecuado para tratar temas difíciles. Dejar fluir espontáneamente nuestros afectos cuando estamos tranquilos y abiertos a los demás.
 
En realidad, lo que entorpece la comunicación no es lo que dices, sino la forma como lo dices. Y lo que enriquece un vínculo importante es tener la delicadeza de escoger las mejores formas para decirnos y decirles a otros lo que sentimos y pensamos. De esta forma, digamos lo que digamos, no estableceremos ningún tipo de tensión con nuestro interlocutor.
 
Quiéreme menos, pero quiéreme mejor
Muchas personas aseguran que su pareja tiene un gran corazón, pero que su carácter es insoportable. La forma de ser de mucha gente les hace hablar y decir las cosas con el mismo impulso con el que les vienen a la mente. La falta de tacto es la razón de ruptura de muchas relaciones. Cabe recordar que el respeto, la paz, la armonía y la buena comunicación es fundamental en una relación sentimental.
 
Cuando somos incapaces de hablar a nuestra pareja desde el respeto y la calma, es momento de parar y reflexionar. Sobre todo si nos han expresado que los modos de hablar les hieren. En muchas ocasiones, aquellos cuyas formas son agresivas niegan el hecho: “yo te he hablado bien, eres tú que me malinterpretas y te ofendes”. Sin embargo, lo que suele esconderse en muchas ocasiones detrás de esta afirmación, es la costumbre de ser de una manera determinada y, de esta forma, no somos conscientes de nuestros modos.
 
 
 
REFLEXIONES DE UN SACERDOTE
Hermanos y hermanas en Cristo, reflexionemos sobre la importancia del tono y la intención en nuestras palabras. Nuestro Señor Jesús nos enseñó que la verdad y el amor deben ir de la mano. No basta con hablar la verdad; debemos hacerlo con compasión y humildad. San Pablo nos recuerda en su carta a los Corintios que "si no tengo amor, no soy nada". Recordemos las palabras de Santiago: "La lengua también es un fuego" (Santiago 3:6). Que nuestras palabras sean como el rocío que refresca, no como el fuego que consume. Que nuestro hablar sea siempre con gracia, sazonado con sal (Colosenses 4:6). Porque no es lo que decimos, sino cómo lo decimos lo que realmente importa.
La forma en que comunicamos puede sanar o herir. Que nuestras palabras siempre reflejen el amor de Dios, construyendo puentes y llevando paz a nuestros semejantes. Amén.
 
 
“Sea como fuere lo que pienses, creo que es mejor decirlo con buenas palabras.” - William Shakespeare
 


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