Con las llaves en las manos, respiré hondo. Lo encendí y
de inmediato llegaron los recuerdos de mi abuelo con el retumbar conocido de su
Thunderbird.
Después
de una serie de acontecimientos dolorosos a finales de 2016, luchaba por
comprender por qué prácticamente todo a mi alrededor estaba tan mal de manera
tan repentina. Si
sentía algo, era falta de propósito. Así fue hasta el momento en que
heredé el Ford Thunderbird 1972 de mi abuelo. De inmediato me hizo recordar los
mejores momentos con él: salir a pescar para celebrar los cumpleaños, jugar con
sus trenes a escala, aprender a hacer figuras de animales con globos (trabajó
como payaso), y mi hermano y yo apoltronados en su hamaca a la orilla del lago
Murray, en Carolina del Sur. Por
cursi que suene, reparar su Thunderbird me dio un nuevo propósito en la vida.
El
propósito es una necesidad humana universal. Sin él, nos sentimos carentes de sentido y
felicidad.
Una investigación etnográfica reciente establece una
fuerte correlación entre tener un propósito y la felicidad. Al parecer, tener un propósito es benéfico
para superar adicciones a las drogas, sanar situaciones trágicas y pérdidas,
así como lograr el éxito económico. Las empresas y organizaciones
promueven las metas como una forma de unir a empleados y a clientes bajo las
banderas de la estrategia de marca, la comunidad y el bienestar.
No obstante, ¿de dónde proviene el propósito? ¿Qué es? A
lo largo de casi dos milenios, discernir cuál es nuestro propósito en el universo ha sido una
tarea fundamental para los filósofos.
Aristóteles creía que al universo está lleno de
propósito, y que todas las cosas tienen un impulso intrínseco. La palabra “propósito” proviene
del latín proposĭtum, ánimo o intención de hacer o de no hacer algo.
Para Aristóteles, el universo y todo lo que él contiene siguen una directiva
esencial. Cualquier desviación de esta contradice a la verdad y la realidad. La
teleología se ocupa del orden, la estabilidad y el logro. La finalidad del
Thunderbird de mi abuelo, por ejemplo, es funcionar con éxito como medio de
transporte. Desde los autos, pasando por los árboles, los animales y hasta el
cosmos mismo, argumentaba Aristóteles, cada cosa tiene un principio inherente que guía el curso
de su existencia.
¿Y qué hay de los seres humanos? En la Ética a Nicómaco, Aristóteles establece que
nuestro propósito es la felicidad o eudemonía, el “buen ánimo”. La
felicidad consiste en una vida ordenada y prudente. Los buenos hábitos, una
mente sana y una disposición a la virtud son algunos de los pasos que nos
conducen a ella. Para
Aristóteles, no hay nada más fundamental para nosotros.
De muchas maneras, seguimos pensando como Aristóteles. Casi todos luchamos por ser
felices. Hoy en día, el dogma prevalente es que el carecer de propósito y el
desorden son nihilistas. Ya sea que estés reflexionando sobre un gran
cambio en tu vida o recuperándote de un trauma, el que te digan que la vida carece de propósito puede ser
devastador. Es más posible que estés buscando una explicación más
trascendental. O puedes simplemente estar buscando lo que esa cosa o persona
significaban para ti: Dios,
un alma gemela o algún tipo de vocación.
Ciertamente yo no soy aristotélico, y no porque rechace
la felicidad. Es más bien que, como materialista, pienso que no hay nada intrínseco en las metas ni en los
propósitos que buscamos para alcanzar la felicidad. La ciencia moderna
descarta explícitamente este tipo de pensamiento teleológico de nuestra
comprensión del universo. Desde la física de las partículas hasta la
cosmología, vemos que el universo funciona bien sin un propósito.
Las
leyes de la física son inherentemente mecanicistas. La segunda ley de la
termodinámica, por ejemplo, establece que la entropía siempre está en aumento.
La entropía es el grado de desorden en un sistema, por ejemplo, nuestro
universo. El desorden
físico tiene que ver totalmente con el equilibrio: todo en descanso aleatorio y
uniforme. Deja tu café caliente sobre el escritorio y se enfriará hasta
llegar a la temperatura ambiente. Las moléculas del café están más organizadas
porque se están moviendo más rápidamente y están trabajando más arduamente para
mantener una temperatura por arriba de la del aire circundante. La
transferencia de calor es el resultado de que las moléculas del café gasten más
energía. Al gastarse la energía, la temperatura del café baja y se iguala a la
del aire. La entropía
aumenta puesto que las moléculas del sistema ahora están menos organizadas,
conforme la temperatura general se hace más uniforme.
Ahora imagina esto a una escala cósmica. Así como la
temperatura del café y la del aire se igualan, la Tierra, nuestro sistema
solar, las galaxias y hasta los agujeros negros supermasivos se descompondrán a
un nivel cuántico, donde todo se enfríe hasta llegar a un estado uniforme. Este proceso se conoce como la
flecha del tiempo. Al final, todo termina en la muerte del calor. Es
cierto que el universo comenzó con una explosión, pero muy probablemente
finalizará con un ruido muy tenue.
Sin embargo, ¿cuál es el propósito de eso?
No hay propósito. Por lo menos no fundamentalmente. La entropía se contrapone al
propósito intrínseco. Es desorden. El mundo de Aristóteles y gran parte
del entendimiento dominante del universo físico hasta la revolución de
Copérnico tienen que ver con la permanencia y el orden inherente. Sin embargo,
el universo tal como lo comprendemos no nos dice nada sobre la finalidad o el
sentido de la existencia, ya no digamos de la existencia propia. En el gran
esquema de las cosas, tú y yo somos sumamente insignificantes.
Pero no totalmente insignificantes.
Para
empezar, somos importantes los unos para los otros. El sentido comienza y
termina con la manera en que hablamos sobre nuestras propias vidas, como
también nuestros mitos e historias. Sean Carroll, un importante
cosmólogo y físico teórico del Instituto de Tecnología de California, defiende
lo anterior en su reciente libro, titulado The Big Picture. Presentándose a sí
mismo como el “naturalista poético”, Carroll sostiene que el sentido y el
propósito “no son parte de la arquitectura del universo; emergen como formas de
hablar sobre nuestro entorno a escala humana”. Ni siquiera los materialistas pueden negar el hecho de
que los propósitos existen de alguna manera para proporcionarnos sentido y
felicidad.
Antropólogos como Dean Falk han sugerido recientemente que la conducta orientada por
una meta también es una ventaja evolutiva. Por supuesto que esto no
implica que la evolución misma tenga un propósito (aunque algunos sostengan lo
contrario). Lo que sí sugiere es que, aun con lo carente de propósito que es la evolución
humana, por lo general nos beneficiamos como especie de la creencia en él.
En Trabajo sobre el mito, el filósofo e intelectual
alemán del siglo XX Hans Blumenberg presenta una manera de explicar la curiosa
concomitancia de la teleología y la evolución con lo que él llama el “cuerpo
fantasma” del desarrollo de la civilización: “El sistema orgánico resultante del mecanismo evolutivo
se convierte en ‘humano’ por el hecho de escapar a la presión de aquel
mecanismo, oponiéndole algo así como un cuerpo-fantasma. Esta es la
esfera de su cultura, de sus instituciones, y también de sus mitos”.
El propósito surge de nuestro anhelo de permanencia en un
universo siempre cambiante. Es
una reacción a la indiferencia del universo hacia nosotros. Creamos cuentos sobre el mundo y
nosotros como contornos, cuerpos fantasma, de la inevitabilidad de la pérdida y
el cambio. Los mitos parecen atemporales; tienen lo que Blumenberg llama
una constancia icónica. Los
cuentos pasan de una generación a otra, a menudo convirtiéndose en tradiciones,
costumbres, e incluso leyes e instituciones que dan orden y sentido a nuestras
vidas. El propósito se origina en la durabilidad de la sabiduría popular
humana. Nuestros cuentos
sirven como directivas de la manera en que necesitamos que el mundo exista.
Un universo indiferente también nos ofrece una
justificación poderosa y atractiva para vivir con justicia y satisfacción
porque nos permite anclar nuestra atención aquí. Nos enseña que esta vida importa y que solo nosotros
somos responsables de ella. El amor, la amistad y el perdón existen para nuestro
beneficio. La opresión, la guerra y los conflictos son autoinfligidos.
Cuando nos preguntamos cuál es el propósito del ataque con armas químicas a los
niños sirios en la provincia de Idlib o la tortura y el asesinato de hombres
homosexuales en Chechenia, no
debemos solo pedir una explicación a Dios o al universo, sino a nosotros
mismos, a las mitologías arraigadas que impulsan esas acciones, y luego
rechazarlas cuando las instituciones a las que dan fundamento cometen actos
horribles.
Los
propósitos y las metas que creamos son cuerpos fantasma: vestigios y monumentos
para las personas, lugares y cosas que podemos perder y luchamos por conservar.
El propósito señala la no permanencia del mundo, principalmente la nuestra.
Cierto, el Thunderbird de mi abuelo funcionará bien como medio de transporte
cuando termine de arreglarlo. Sin embargo, esa meta solo tiene sentido como un
recordatorio perdurable de las historias y los recuerdos de él. El propósito
tiene que ver con la pérdida, o por lo menos con su evasión. Y no hay nada malo en ello.
Inventamos propósitos para crear finales felices en un universo donde los
finales son solo eso: finales.
Nunca veré a mi abuelo de nuevo. Un día moriré. Tú
también. El Thunderbird entrará en descomposición junto con todo lo demás en el
universo conforme las partículas fundamentales de las que estamos hechos
regresen al estado inerte en el que todo comenzó. La entropía lo exige así.
Así
que date un momento para pensar en las mitologías que fundamentan tu propósito.
Yo también reflexionaré sobre las mías. El universo, en cambio, no lo hará. Y
esta puede ser la distinción con más sentido de todas.
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