Bajo el manto estrellado de la vida,
donde las almas se encuentran y los corazones laten al unísono, emerge una
verdad profunda: el amor verdadero nace de los tiempos difíciles. En este vasto universo,
navegamos entre estrellas que a veces no pueden formar constelaciones, pero ¿acaso no es en esa búsqueda
donde reside la belleza?
Como granadas que eventualmente explotarán,
elegimos quién nos hará daño, y qué mayor daño existe que no dejarse tocar por
un amor profundo, aunque fugaz. Como
decía aquel poeta: Quizá
no la amé mucho tiempo, pero sí profundamente. En esa intensidad, encontramos la esencia
de lo que significa vivir.
En nuestra montaña rusa que solo va hacia arriba, descubrimos belleza en lo frágil y lo raro, sabiendo que algunos
infinitos son más grandes que otros. Y aunque todos estamos condenados,
comprendemos que sin
dolor, ¿cómo conoceríamos el placer? Es en esa dualidad donde el amor
adquiere su verdadero significado.
Mientras observamos el
cielo, esperando que todo mejorará, recordamos que amar es mantener las promesas
pase lo que pase.
Porque incluso cuando el olvido acecha, y sabemos que llegará un día en que todo nuestro trabajo volverá al
polvo, seguimos eligiendo amar. ¿Qué mayor acto de rebeldía existe que amar en un mundo
fugaz?
Al final, quizá un OK
será nuestro SIEMPRE, y en ese pequeño infinito entre dos almas,
encontramos nuestro
milagro particular bajo la misma estrella. Porque el amor no es eterno
por su duración, sino por su intensidad, y en esa intensidad, desafiamos al
olvido.
Así, bajo el mismo manto
estrellado, las
constelaciones del alma se dibujan con las luces de quienes eligieron amar, a
pesar de todo.
Porque el amor, en su fugacidad, es el verso que el tiempo no podrá borrar.

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