Me miras y en el universo
de tus ojos
se cuentan historias que no
necesitan palabras,
un lenguaje silencioso que
dice todo sin decir nada.
Me hablas al oído,
preguntando si te quiero un poco,
y en esa pregunta se
esconde el miedo dulce
de perder lo que hoy nos
sostiene.
Me abrazas, y en tus
palabras se cuela la incertidumbre:
¿Qué pasará mañana cuando
ya no estés?
¿A quién le contaré que te siento lejos,
que tu ausencia será un vacío que no sabe llenar?
Mañana, me dices, el amor
se dormirá,
guardará sus rosas para
cuando vuelva a brillar el sol.
Y yo te respondo, con la
voz temblorosa,
porque el tiempo corre veloz
entre nuestros dedos,
pero ese día que soñamos,
ese día que anhelamos,
vendrá.
Apaga la luz, amor, la noche se está marchando ya,
y con ella, la promesa de un nuevo amanecer.
Despiertas y tu sonrisa
ilumina todo,
como el primer rayo que
rompe la oscuridad.
Tus besos son caricias que
vuelan,
palomas suaves que me
envuelven y me calman.
Tus preguntas vuelven, inquietas,
repitiendo el temor del adiós,
pero también el deseo de
aferrarse al ahora,
de vivir el presente con la
esperanza intacta.
Y yo te vuelvo a decir, con la voz que tiembla,
que el tiempo va de prisa,
pero que no hay prisa para
el amor verdadero.
Que ese día que soñamos
juntos,
ese día que parece lejano,
llegará.
Apaga la luz, porque la
noche se va,
y el sol nos espera para
abrazarnos de nuevo.
Porque el amor es también
un acto de fe,
una promesa que se sostiene
en la incertidumbre,
una luz que nunca se apaga,
aunque la noche parezca
eterna.

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