Discurso del rector Alejandro Gaviria – Universidad de
los Andes (Colombia).
Voy
a comenzar por el principio. Con una historia personal, ya perdida en el
tiempo, en el laberinto de los días. Probablemente no sea completamente
fidedigna, pero así la he querido recordar. Casi todos construimos narrativas
convenientes, historias patrias de nosotros mismos. Somos más narradores que
protagonistas de nuestras vidas. Fabulistas por necesidad. Esta es, entonces, mi historia.
Hacía
dos años había terminado mi carrera de ingeniería civil en la ciudad de
Medellín. Mi primer contacto con el mundo laboral había sido frustrante.
Desesperanzador. Pasaba
los días sentado en frente de una pantalla de computador: las letras
verdes brillaban intermitentes, sin descanso sobre un fondo gris. No tenía
mucho qué hacer. Ocupaba
la mayoría de mi tiempo en resolver pasatiempos aritméticos inventados.
En fin, un Sísifo de oficina.
Mi
falta de oficio tenía una explicación mundana. Había escrito, durante
mis primeras semanas de trabajo, un breve programa de computador que realizaba automáticamente la
mayoría de mis labores de ingeniero primíparo. Sin proponérmelo programé
mi propia obsolescencia: una
maniobra autodestructiva en la que parece estar empeñada por estos tiempos una
fracción de la humanidad. Pero ese es otro cuento.
Desesperado, sin muchas opciones laborales, imaginando
una existencia kafkiana, un destino oficinesco, decidí buscar trabajo en Bogotá. Tuve una primera
entrevista en una
importante firma constructora. Me fue mal en la peor de las formas
posibles: me ofrecieron el
trabajo, una ocupación rutinaria, reiterativa en el aburrimiento. Tuve, entonces, un momento de
rebeldía, una intuición que me cambió la vida.
Ese mismo día tomé un taxi hacia la Universidad de los
Andes. No la conocía. Había oído rumores vagos sobre su prestigio. Recorrí el
campus pensativo, en medio de uno de esos arrebatos existenciales que me han
aquejado desde niño. Tenía
la idea imprecisa de estudiar una maestría en finanzas o administración.
Una cosa de esas. Me
decidí por economía por una razón fortuita, azarosa: fue la primera facultad
que encontré en mi deambular aleatorio por este campus. Entre el azar y
la necesidad, el primero siempre me ha parecido más importante. “La vida se encarga después de
esclerotizar las cosas”, decía mi maestro Antonio Tabucchi.
Me inscribí en la maestría de economía a finales de 1989.
Esta universidad me cambió
la vida. Pasaron 15 años entre ese primer momento fortuito (mi paseo
aleatorio por el campus) y
mi nombramiento como decano. Y 30 años entre ese día y esta tarde en la que, ante ustedes,
agradecido, sorprendido todavía, intento expresar la extrañeza, la
improbabilidad de todo esto.
La
vida está llena de accidentes tumultuosos, de destinitos fatales o propicios.
Cuando pienso en toda la suerte que he tenido, en los accidentes sucesivos que
me han traído hasta esta ceremonia, me asalta siempre la misma idea: la necesidad existencial de la
gratitud. Esta tarde quisiera inicialmente expresar mi agradecimiento
afectuoso con algunos de mis profesores y colegas uniandinos, con Manuel
Ramírez que en paz descanse, Juan Carlos Echeverry, Samuel Jaramillo, Fabio
Sánchez, Ana María Ibañez, Raquel Bernal, Juan Camilo Cárdenas, Elvira María
Restrepo, Tatiana Andia, Carlos Angulo, Pepe Toro y Pablo Navas, entre muchos
otros.
Asumo
la rectoría en un momento paradójico. No podemos negar el avance silencioso y
persistente de la humanidad: la disminución de la pobreza, el hambre, las
guerras y las muertes por enfermedades transmisibles. En los últimos 30
años, por ejemplo, el progreso material de Colombia ha sido notable. Parcial,
incompleto, desigual e insuficiente, pero notable de todos modos.
He
dedicado una parte de mi vida académica a escudriñar el cambio social, a
intentar, en la medida de lo posible, una descripción veraz de la cambiante
realidad social de nuestro país. Sigo creyendo que uno de los objetivos
de la academia es combatir
las versiones simplistas y estridentes del cambio social que promueven,
por terquedad u oportunismo, políticos y comunicadores. He defendido la necesidad de visibilizar el cambio
social. Lo seguiré haciendo.
Pero no todo está bien con el mundo. Son muchas las amenazas y los
problemas. Vivimos
un momento de definiciones, una época peligrosa. Las señales de declive son muchas: el aumento de
la desigualdad, el crecimiento del populismo autoritario, el despertar del
nacionalismo fascista, la pérdida de confianza en las instituciones y el cambio
climático que se cierne, en este comienzo de siglo, como un desafío
existencial para la humanidad. Pareciera, como dijo alguien, que vamos rumbo al abismo y
seguimos apretando el acelerador con la esperanza cobarde de que, por una suerte de milagro
irónico, se acabe la gasolina antes de llegar al precipicio.
Ante las tendencias autodestructivas, la universidad no puede permanecer indiferente,
no puede encerrarse en sus prerrogativas, no puede refugiarse en una concepción
aséptica del conocimiento, no
puede aislarse de los grandes debates de la sociedad. Por el contrario,
la universidad debe ser activista, democráticamente activista, a veces,
incluso, desafiantemente
activista.
La
universidad debe ir más allá de la indignación que reniega de todo por
principio y el cinismo que niega la posibilidad de cualquier cambio por
indiferencia o conveniencia. La universidad debe ser un ejemplo, un
paradigma si se quiere, de la construcción legítima de respuestas (siempre
parciales) a nuestros problemas más urgentes.
La
universidad debe combatir las mentiras convenientes, las ideologías
engañosas y los discursos de odio. El ensimismamiento no es una alternativa. No
ahora cuando buena parte de los líderes globales insisten en despreciar el
conocimiento, atacar a los expertos y negar los hechos del mundo. Al
anti-intelectualismo ramplón, la universidad debe contraponer la importancia de
las ideas y la creación, no solo como meros instrumentos, sino como uno de los fines más
loables de la humanidad.
La
universidad debe ser el lugar donde se debaten las verdades incómodas.
“Toda la dignidad de la Universidad reside en su capacidad de decir verdades
duras pero lúcidas”, escribió uno de nuestros fundadores, Francisco Pizano de
Brigard hace 50 años. Quiero mencionar algunas de esas verdades: la creciente
institucionalización de la demagogia, las insalvables tensiones entre progreso
material y sostenibilidad, las trampas de la meritocracia, las falsas promesas
de la medicina moderna, la explotación política de la corrupción y del
bienestar de los niños, la insuficiencia de las instituciones globales para
enfrentar los grandes problemas de acción colectiva, etc.
Las
verdades incómodas no solo conciernen al mundo exterior. Atañen también
al mundo universitario. Por coherencia, al menos, la crítica social no puede
prescindir de la autocrítica. Existen otras tantas verdades incómodas sobre la
universidad moderna: su
papel en la perpetuación de ciertos privilegios, la falta de curiosidad
por el mundo, la excesiva especialización, la obsesión con los rankings y la transformación de la
investigación en una actividad industrial (“aquí nadie lee porque todo
el mundo está muy ocupado en escribir artículos que nadie lee”, decía uno de
mis colegas economistas en un momento de candidez).
En
suma, mi punto es uno solo: la universidad debe ser el ámbito propicio en el
cual la sociedad (y la misma comunidad universitaria) se mire y se
reconozca en el espejo de sus propias faltas.
No quiero atiborrarlos con mis planes como rector. Ya
habrá tiempo para ello. Quiero,
eso sí, plantear unas ideas panorámicas sobre el futuro de nuestra universidad.
Mi visión de la Universidad de los Andes es simple. Contiene algunas tensiones
evidentes. Esconde ciertas contradicciones. Pero puede darnos, eso creo, las
luces necesarias para recorrer el camino brumoso de la rutina diaria. Quiero resumirla en cinco puntos
que representan, en conjunto, lo que podríamos llamar una visión moral.
El
primero punto es la “pluralidad”, esto es, la necesidad de promover diferentes
ideas del cambio social y de inculcar el hábito del escepticismo, la conciencia
crítica y las virtudes republicanas del debate razonado y el respeto mutuo.
En palabras del educador estadounidense William Deresiewicz, debemos formar
líderes, pero también personas que cuestionen el poder, no solo a quienes
compitan por él.
El
segundo punto es la “diversidad socioeconómica”, una ambición antigua de
esta universidad, un propósito sempiterno, pero no plenamente realizado. La universidad debe mitigar las
diferencias sociales, no amplificarlas. Debe ser un instrumento de movilidad
social, no de perpetuación de los privilegios. Los esfuerzos recientes
al respecto, que han desvelado a mis antecesores, tendrán que consolidarse y
profundizarse. No será fácil por supuesto.
El
tercero punto es la “sostenibilidad”. Primero está la obligación que
tenemos como comunidad universitaria de cuidar el medio ambiente, dar ejemplo y practicar lo que predicamos.
Pero está también la responsabilidad (preponderante, diría) de promover los
debates éticos sobre el cambio climático, la deforestación y las fumigaciones.
El año entrante, tendremos, en este mismo auditorio, una cátedra sobre
sostenibilidad ambiental y consideraciones éticas. Seré uno de los profesores.
El
cuarto punto concierne a la investigación y a la creación, lo quiero
llamar “compromiso”. Nuestros esfuerzos creativos y de investigación deben
hacer parte de una conversación global, de un intercambio permanente con nuestros colegas en el
mundo entero, pero deben al mismo tiempo abordar nuestros problemas cotidianos
y nuestros desafíos de largo plazo. Deben tocar nuestra realidad y tratar de cambiarla.
Debemos acercarnos más a la universidad pública. La universidad debe participar activamente, con sus voces
plurales, contradictorias si se quiere, en los debates sobre los grandes
asuntos nacionales.
Por
último, está la “innovación”. La robotización, las nuevas tecnologías de
comunicación, los avances en la teoría del aprendizaje, así como los cambios
demográficos y culturales, convierten a la innovación en un imperativo.
Las mejores universidades, estoy seguro, no solo sobrevivirán, prevalecerán.
Pero los cambios serán muchos. La innovación educativa se ha convertido en una
necesidad existencial.
En suma, La Universidad de los Andes debe ser un ejemplo de
diversidad, sostenibilidad y apertura intelectual, debe profundizar sus nexos
globales y su influencia local, y debe, al mismo tiempo, mantener su capacidad
de innovar y transformarse desde adentro.
Todo ello con apego al énfasis humanístico, a la educación liberal que ha
sido enfatizada por todos mis antecesores. “La universidad –escribió uno de
nuestros primeros rectores—tiene necesariamente la misión de formar una persona más universal, capaz de
aproximarse a la vida con inteligencia, destreza y capacidad de pensar,
antes de que entre atolondradamente a manejar los instrumentos de precisión de
su carrera”. Esa es nuestra herencia imprescindible, la herencia humanista. Ese
será mi énfasis.
Empiezo como terminé este discurso, dando las gracias al
Consejo superior por la confianza, a los profesores, estudiantes y administradores
por el apoyo, a Carolina, Marianita, Tommy, mis papás y mis hermanos por el
amor de todos los días y a mis amigos y compañeros de lucha, muchos de ellos
aquí presentes, por el afecto y la solidaridad. Los quiero mucho. La vida, con
sus conexiones imprevisibles y sus giros irónicos, me dio una segunda
oportunidad y me trajo hasta este destino soñado, pero reprimido largamente por
mi temor casi primordial a las expectativas frustradas, a la difícil tarea de
disculpar ilusiones; la vida, decía, me trajo hasta aquí de manera
imprevisible. Asumo mi
responsabilidad con emoción, gratitud y la mejor voluntad del mundo. Trataré en
cada momento de hacer lo que toca por el bien de la universidad, la comunidad
uniandina y el país entero.
Un abrazo fuerte a todos de todo corazón.
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