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EL DÍA QUE DECIDÍ DEJAR DE DECIRLE DATE PRISA A MI HIJO


Rachel Macy Stafford nos sorprendió a todos con una emotiva confesión en el que nos explicaba como había convertido su vida en una larga lista de cosas pendientes. Da igual lo productivo que intentes ser: siempre hay algo por hacer o algo que no disfrutaste porque apenas te dio tiempo de hacer. Ella era una “supermujer”, como casi todas nosotras y nosotros: multipantalla y multitarea.

Pero Rachel fue bendecida por tener una hija relajada, sin preocupaciones:

Cuando llegaba tarde a algún sitio, ella insistía en intentar sentar y ponerle el cinturón de seguridad a su peluche.

Cuando necesitaba parar rápidamente a comprar pan, se paraba a hablar con la señora mayor que se parecía a su abuela.

Cuando tenía 30 minutos para ir a correr, quería que parase para acariciar a cada perro con el que nos cruzábamos.

Cuando tenía la agenda completa desde las seis de la mañana, me pedía que le dejase romper ella misma y batir los huevos con todo cuidado.

Cada vez que su hija la desviaba de su horario, se decía a si misma: “No tenemos tiempo para esto”. Así que las dos palabras que más usaba con su pequeña eran: “Date prisa ”:

“Date prisa, vamos a llegar tarde”, “Nos lo vamos a perder todo si no te das prisa”, “Date prisa y cómete el desayuno”, “Date prisa y vístete”, “Date prisa y lávate los dientes”, “Date prisa y métete en la cama”. Y aunque las palabras “date prisa” conseguían poco o nada para aumentar la velocidad de mi hija, las pronunciaba igualmente. Tal vez incluso más que las palabras “te quiero”.

Ella era una matona que empujaba, presionaba y acosaba a una niña pequeña que sólo quería disfrutar de la vida. Hasta que un día descubrió que estaba enseñando a su hija a no disfrutar de la vida. A no sentirla, a no vivirla. Que simplemente la estaba enseñando a correr de un sitio a otro como hacía ella. Fue un descubrimiento doloroso. La verdad duele, pero la verdad cura… y la ayudó a acercarse a la madre y persona que quería ser.

Los primeros días no fueron fáciles. Le temblaba la voz pero fue capaz de mirar a su hija y decirle: “Siento mucho haberte metido prisa. Me encanta que te tomes tu tiempo, y me gustaría ser más como tú”.

Gandhi decía que en la vida existe algo más importante que aumentar su velocidad pero en el caos actual, es casi imposible creer que se puede elogiar a la lentitud.

Como diría Carl Honore, el autor del éxito mundial “Elogio de la lentitud”:

“Creo que vivir deprisa no es vivir, es sobrevivir”. Nuestra cultura nos inculca el miedo a perder el tiempo, pero la paradoja es que la aceleración nos hace desperdiciar la vida. Nadie en su lecho de muerte piensa: “Ojalá que hubiera pasado más tiempo en la oficina o viendo la tele”, y, sin embargo, son las cosas que más tiempo consumen en la vida de la gente.

Hoy todo el mundo sufre la enfermedad del tiempo: la creencia obsesiva de que el tiempo se aleja y debes pedalear cada vez más rápido. La velocidad es una manera de no enfrentarse a lo que le pasa a tu cuerpo y a tu mente, de evitar las preguntas importantes.

La lentitud nos permite ser más creativos en el trabajo, tener más salud y poder conectarnos con el placer y los otros. A menudo, trabajar menos significa trabajar mejor. Pero más allá del gran debate sobre la productividad se encuentra la pregunta probablemente más importante de todas: ¿Para qué es la vida?”

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