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LA ESPADA DE DAMOCLES

Leyenda griega del siglo IV AC. Escrita posteriormente por Timeo de Tauromenio
Damocles fue un griego adulador y envidioso, de la corte del rey Dionisio I de Siracusa.


Erase una vez un rey llamado Dionisio I El Viejo, soberano de Siracusa.

En ese tiempo la ciudad era griega y la más importante de la gran isla de Sicilia.

Vivía en un suntuoso palacio en donde las riquezas abundaban, en especial por las obras de arte, el lujo, la exquisita y fina cocina, las lindas mujeres y el refinamiento de los cortesanos.

Contaba, además, con criados y esclavos solícitos a sus mínimos requerimientos.

Como en todas las historias, había mucha gente que lo envidiaba por el poder que ostentaba y por su incalculable fortuna.

Uno de ellos era Damocles, un cortesano que se dedicaba a la intriga, al ocio, y en especial a envidiar a su rey, uno de sus mejores amigos.

-¡Qué afortunado eres; cuentas con todo lo que un ser humano puede aspirar! Dudo que exista alguien más feliz que tú-, solía repetirle.

Dionisio, quien adolecía de muchos defectos, sí odiaba la envidia y estaba aburrido de oír día a día las aparentes adulaciones, que eran una expresión velada de resquemor.

-¿En verdad Damocles, crees que soy más feliz que los demás?

Damocles, que pensaba que la felicidad consistía en el tener y en el poder, le respondió:

-Sí, en verdad creo que eres no sólo el más feliz de nosotros, sino el más feliz del mundo.

-Si te gusta tanto esto, ¿por qué no cambiamos de lugar?

-Sólo en sueños lo había pensado, mi rey. Sí, me encantaría disfrutar de tus placeres y riquezas aunque sea un día y al igual que tú no tener ninguna preocupación .

-Está bien. Cambiemos; tú serás el rey y yo el cortesano; pero sólo por un día.

sí lo convinieron para el día siguiente. La corte y los criados quedaron de tratar a Damocles como si fuera el rey. Le colocaron la corona de oro y diamantes y le pusieron el manto real.

Damocles se hizo servir en la sala de banquetes, los mejores vinos y la más deliciosa comida. Al escuchar la música, dedicada a él, al sentirse halagado y admirado, no pudo menos que pensar que era el hombre más feliz del mundo.

-Esto si que es vida-, le dijo al rey, quien estaba sentado al otro extremo de la mesa. –Estoy disfrutando como nunca.

Al beber el mejor de los vinos en una copa de oro, miró hacia lo alto.

¿Qué era lo que pendía de arriba, un objeto cuya punta casi le tocaba la cabeza?

Sobre su cabeza pendía una filosa espada, atada al techo por un delgado hilo. El brillo de ésta casi le impedía ver.

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