Si
la pregunta fuese "¿Quién fue el segundo científico más grande?"
sería imposible de contestar. Hay por lo menos una docena de hombres que, en mi
opinión, podrían aspirar a esa segunda plaza. Entre ellos figurarían, por
ejemplo, Albert Einstein, Ernest Rutherford, Niels Bohr, Louis Pasteur, Charles
Darwin, Galileo Galilei, Clerk Maxwell, Arquímedes y otros.
Incluso es muy probable que ni siquiera exista eso que
hemos llamado el segundo científico más grande. Las credenciales de tantos y tantos son tan buenas y la
dificultad de distinguir niveles de mérito es tan grande, que al final
quizá tendríamos que declarar un empate entre diez o doce.
Pero
como la pregunta es "¿Quién es el más grande ?", no hay
problema alguno. En mi opinión, la mayoría de los historiadores de la ciencia
no dudarían en afirmar que Isaac
Newton fue el talento científico más grande que jamás haya visto el mundo.
Tenía sus faltas, viva el cielo: era un mal conferenciante, tenía algo de
cobarde moral y de llorón autocompasivo y de vez en cuando era víctima de
serias depresiones. Pero como científico no tenía igual.
Fundó
las matemáticas superiores después de elaborar el cálculo. Fundó la óptica
moderna mediante sus experimentos de descomponer la luz blanca en los colores
del espectro. Fundó la física moderna al establecer las leyes del movimiento y
deducir sus consecuencias. Fundó la astronomía moderna estableciendo la ley de
la gravitación universal.
Cualquiera de estas cuatro hazañas habría bastado por sí
sola para distinguirle como científico de importancia capital. Las cuatro
juntas le colocan en primer lugar de modo incuestionable.
Pero
no son sólo sus descubrimientos lo que hay que destacar en la figura de Newton.
Más importante aún fue su manera de presentarlos.
Los antiguos griegos habían reunido una cantidad ingente
de pensamiento científico y filosófico. Los nombres de Platón, Aristóteles,
Euclides, Arquímedes y Ptolomeo habían descollado durante dos mil años como
gigantes sobre las generaciones siguientes. Los grandes pensadores árabes y
europeos echaron mano de los griegos y apenas osaron exponer una idea propia
sin refrendarla con alguna referencia a los antiguos. Aristóteles, en particular, fue el "maestro
de aquellos que saben".
Durante los siglos XVI y XVII, una serie de
experimentadores, como Galileo y Robert Boyle, demostraron que los antiguos griegos no siempre dieron
con la respuesta correcta. Galileo, por ejemplo, tiró abajo las ideas de
Aristóteles acerca de la física, efectuando el trabajo que Newton resumió más
tarde en sus tres leyes del movimiento. No obstante, los intelectuales europeos siguieron sin
atreverse a romper con los durante tanto tiempo idolatrados griegos.
Luego, en 1687 publicó Newton sus Principia Mathematica,
en latín (el libro científico más grande jamás escrito, según la mayoría de los
científicos). Allí
presentó sus leyes del movimiento, su teoría de la gravitación y muchas otras
cosas, utilizando las matemáticas en el estilo estrictamente griego y
organizando todo de manera impecablemente elegante. Quienes leyeron el
libro tuvieron que admitir que al fin se hallaban ante una mente igual o
superior a cualquiera de las de la Antigüedad, y que la visión del mundo que
presentaba era hermosa, completa e infinitamente superior en racionalidad e
inevitabilidad a todo lo que contenían los libros griegos.
Ese
hombre y ese libro destruyeron la influencia paralizante de los antiguos y
rompieron para siempre el complejo de inferioridad intelectual del hombre
moderno.
Tras la muerte de Newton, Alexander Pope lo resumió todo
en dos líneas:
"La
Naturaleza y sus leyes permanecían ocultas en la noche. Dijo Dios: ¡Sea
Newton! Y todo fue luz."
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
Por favor, escriba aquí sus comentarios